sábado, 28 de abril de 2012

De la Muerte, de la Vida y el Médico

Una mirada antropológica: Francisco Maglio
por Bègue, Carlos . Revista CRITERIO 
“¿Doctor, por qué me tengo que morir?” Claro, habría que repreguntar: ¿por qué tuviste que nacer? Pero es demasiado fuerte. O repetir con Borges: “Morir es una costumbre que suele tener la gente”.
 Ambos son designios filosóficamente inexplicables. “El llegar a ser, lo mismo que el dejar de ser de nuestra existencia son las dos partes del mismo secreto”, señala el neurofisiólogo J. Eccles (premio Nobel) en The Human Mystery. Tanto no tiene explicación la muerte como no la tiene la vida. Pero lo que sí puede encontrarse es el sentido de ambas.
La primera sensación ante la proximidad de la muerte es de angustia. Quien la niega, yo diría en términos psicoanalíticos que es tal su angustia que no advierte su propia muerte. En Las siete últimas palabras de Cristo, el oratorio del barroco alemán Schultz, resulta sobrecogedor oír aquel grito de quien pende de la cruz: ¡Padre mío!, ¿por qué me has abandonado? Es el terribleEli, Eli, lama sa-bachtani, del texto bíblico. Así, pues, a partir de que el mismo Salvador se angustia, ¿quiénes somos nosotros, pobres mortales, para no angustiarnos?
 En la huella de los grandes filósofos griegos reconocemos dos tipos de angustia: la tanática, o sea la muerte por ensimidad, donde todo acaba con ella, y la mayéutica, que puede hacer parir cosas. Es ésta la que movida por la angustia alumbra trascendencia como sentido de la muerte, no como explicación.
El homo sapiens se considera tal no tanto por sus características morfológicas, biológicas o intelectuales, antes bien por hacer algo que nadie había hecho hasta el momento de su aparición en la escala evolutiva, ni tampoco nadie lo haría de ahí en más, fuera de la especie humana: enterrar a sus muertos. Ahí comienza la humanidad. Esto es, adquiere conciencia objetiva de su propia finitud. Los elefantes van a morir a determinados lugares, pero es instintivo, no hay reflexión en ello. Por eso LeviStrauss dice que los primeros signos de la humanidad sobre la tierra son las tumbas. Es decir, como si aquel homo sapiens hubiera estado leyendo a Heidegger cuando apunta: “La realidad ontológica de la vida es la muerte”.
De tumbas y semillas
 Cabe aquí una breve digresión. Múltiples hallazgos arqueológicos en territorio americano han comprobado la costumbre de enterrar a los muertos en grandes vasijas de barro, colocando dentro el cuerpo bien ligado y envuelto con cuerdas de algodón. Este rito, común a muchas culturas precolombinas se debe, según deducen algunos estudiosos, a que las vasijas están simbolizando el útero, que hará nacer el alma a otra vida. De ahí que el hombre primitivo, inclusive fuera de América y remontándonos hasta casi sus mismos orígenes, entierre a sus muertos en posición fetal. Es ése un mensaje del que todavía no acusamos recibo. Este homo sapiens, que debió abrir vientres de animales hembras frente a la angustia de un parto demorado, una vez abierto el vientre de las mujeres pudo observar que a la vida veníamos en la misma posición. Se dijo entonces: “si así llegamos a la vida, al muerto coloquémoslo en idéntica postura para irse”. ¿A dónde? Adonde todavía hoy no lo sabemos en el nivel racional (sí desde la fe… quienes la tenemos).
 Algo está claro: con la muerte no se termina la vida. Por eso la gran revolución después del neolítico, en el plano subjetivo, es que ese sujeto cazador o recolector, que pasó diez mil años caminando la tierra, en algún momento enterró algo que tuvo en su mano, y eso fue la semilla. Y vio así que de eso que había enterrado, muerto, germinaba al tiempo una planta. En ese momento la tribu deja el nomadismo y se asienta en poblaciones urbanas. Lo que comprende el hombre del neolítico en el nivel subjetivo es, pues, la necesidad trascendente de la muerte para el proceso de la vida y no como el final de ésta.
 A partir de ahí la trascendencia, como sentido de la muerte, atraviesa todas las culturas, sin excepción. Y adviértase que no estamos hablando de la trascendencia en sentido teológico. Lenin, ante el cadáver insepulto de Marx, dirá refiriéndose al muerto: “Sus ideas atravesarán las edades”. ¿No es esto trascendencia?
 Pensar que después de la muerte no hay nada -observará Sábato- no es de ateos, es de necios presuntuosos”. Es que el “después de mí no hay nada” es un puro acto de soberbia.
 Si yo tengo sentido de la trascendencia -aunque no sepa hacia dónde- (reencarnado en otro, creerán los budistas; ¡al cielo, al cielo iré!, cantarán los católicos fervientes; al paraíso con las huríes, se regocijarán los devotos del Islam), esto origina esperanza, y la esperanza es un principio organizador de mi propia vida. Todas las culturas están atravesadas por la muerte, de ahí que no haya ninguna donde ella no esté ritualizada y simbolizada. Así por ejemplo, el Libro de los Muertos, en la egipcia, lleva por subtítulo Hacia la luz. También en todas las religiones, teológicamente hablando, aparece esta trascendencia, como sentido del entorno circular vida-muerte (que siglos después retomarán desde la óptica de la filosofía los estoicos).
 No es porque nos enfermamos que morimos; como nos vamos a morir, nos podemos enfermar”, apunta Foucault con lucidez. A partir de aquí, entonces, la vida adquiere sentido cualitativo, no cuantitativo. La vida, así, es el paso necesario para la muerte. Paso imprescindible que todos habremos de dar algún día.
 El Talmud dice: “En el mismo instante en que nacemos ya hemos vivido tiempo suficiente para morir”. Un pensamiento que andando el tiempo se hará carne en la poesía castellana del siglo de oro.
              Tiempo, que todo lo mudas:
tú que con las horas breves
lo que nos diste nos quitas,
lo que llevaste nos vuelves;
tú, que con los mismos pasos
que cielos y estrellas mueves,
en la casa de la Vida
pisas umbral de la Muerte.
                           Francisco de Quevedo
 La muerte interdicta
¿Qué ocurre ahora en la posmodernidad? La muerte está interdicta, se oculta, porque para esta sociedad hedonista, consumista, materialista, la muerte es un obstáculo poderoso. Es que ese sentido reflexivo de la muerte hace que una vida se organice de otra manera distinta de la de los cánones actuales. “En mi vida debo hacer cosas dignas de ser escritas, o escribir cosas dignas de ser leídas”, como proclamaba Benjamin Franklin.
Este mundo es el camino
para el otro, que es morada
sin pensar;
mas cumple tener buen tino
para errar esta jornada
sin errar.
 Jorge Manrique
 Pero si para mí el gran valor es el placer por el placer mismo, si no comparto con mi prójimo, si no soy solidario, obviamente para mí la muerte es obstáculo. Otra cuestión: echemos un vistazo a los modernos “jardines de paz”. No hay tumbas; no están los muertos. Y uno necesita los muertos, porque como sostenían los griegos: “la vida de los muertos está en la memoria de los vivos”. Y al muerto debemos recordarlo con algo, con algo ritualizado. Lo cual no significa caer en la necrofilia. En los cementerios de Méjico, en cambio, donde es dable observar la influencia de las culturas maya y azteca (ambas de contenido trascendente) las lápidas, en vez de estar colocadas en sentido vertical, como en nuestra necrópolis, son horizontales; casi altares. Y sobre ellas se ven objetos no perecederos que pertenecieron al difunto (tal la red si fue pescador o una muleta si era cojo). El día de los muertos (“los muertitos”, dicen allá con sin igual ternura) los deudos reúnense ante la tumba, tienden un mantel encima y allí mismo, frente al objeto ritual del finado, comerán la comida preferida del que se fue y brindarán por él.
Solamente los muertos conocen el reverso de las
 piedras
solamente las piedras conocen el reverso de los
muertos.
                             Olga Orozco, De los juegos peligrosos
 Ante los valores hoy vigentes nos diríamos gobernados por una tríada infame y pagana, que conforman Pluto (dios de la riqueza), Apolo (dios de la juventud) y Mercurio (dios de los ladrones). En consecuencia, los viejos, los feos, los honestos y los pobres quedan fuera del sistema. La cultura del cuerpo, tan en boga, poco tiene que ver con los ideales de armonía perseguidos por los griegos. Antes bien, se guía por las pautas que condicionan el mercado. Ahora bien: no solamente la sociedad oculta la muerte. También la oculta la propia medicina. Hay un pacto de silencio. Siempre les digo a los médicos jóvenes: “Tomen un texto cualquiera de medicina. ¿Dónde aparece la palabra muerte?” En su lugar son todos eufemismos: excitus letalis, pronóstico ominoso u otros parecidos que, si aún no existen, ya se encargarán de inventarlos. En los registros de cualquier servicio de terapia intensiva puede leerse: “Hoy a la hora tal el paciente equis presenta un paro cardio-respiratorio, no respondiendo a las maniobras de resucitación”. Punto.
 La educación triunfalista que nos han dado en la Facultad hace que la muerte sea vista como un fracaso de la medicina y no como una parte del proceso de la vida… Conclusión: debemos negarla.
 Entre el ultrapositivismo científico y el ultra pragmatismo materialista en lo filosófico matan a la muerte, privándola de sentido, y así vampirizan a la vida, pues como señaló Heidegger: “la finitud de la temporalidad (la muerte) es el fundamento oculto de la historicidad del hombre”. Quizás temamos a la muerte desde nuestra pequeñez porque al revés de Spinoza, tengamos miedo a ser eternos.       
 La sociedad contemporánea, sociedad econométrica que lleva a un “canibalismo mercantil” nos ha vaciado de sentido. Este “vacío existencial” constituye la gran neurosis de nuestro tiempo que las fuerzas de un salvaje fundamentalismo del mercado intentan llenar con una suerte de cornucopia consumista cuyo resultado es vampirizarnos el sentido. El sentido, una categoría social intrínseca a la pluralidad de seres humanos, no puede entenderse como yoísmo sino que debe contextualizarse en la otredad. Un individualismo hipertrofiado, en consecuencia, terminará no encontrándole sentido a la vida (“la vida es una herida absurda”, trovaba Discépolo ante la angustia de la soledad) y si se vive sin sentido también se muere sin sentido. De aquí, pues, nace la urgencia de disfrazar a la muerte, desimbolizándola, desritualizándola, incluso maquillándola (Los seres queridos, la célebre novela de Evelyn Waugh, revela la horrorosa vacuidad de tales subterfugios). Este ocultamiento de la muerte resulta casi esquizofrénico cuando le impedimos a un niño que acompañe a su abuelo moribundo porque puede herir su sensibilidad y, para distraerlo, le compramos un video-game donde se le enseña a matar. Realmente no tenemos una pedagogía de la muerte, sí una pedagogía de la violencia.
 La mayoría de la hombres no suele pensar en la muerte mientras su vida discurre por senderos normales o sus asuntos marchan viento en popa. Sólo acepta detenerse a reflexionar sobre ella cuando la parca misma se le atraviesa en el camino: por caso, la muerte de un familiar o de un amigo. Pero incluso entonces suele olvidarse pronto del tema. Sin embargo, la muerte es, desde nuestro nacimiento, el acto supremo de nuestra existencia. Y lo es, incluso, aunque no se crea en ninguna forma de inmortalidad o supervivencia, ya que es el fin, el término de cuanto ha constituido nuestra vida.
 Muertes dignas e indignas
 Esa educación médica triunfalista que ve a la muerte como un fracaso profesional, encuentra en el desarrollo tecnológico una buena excusa de ocultamiento en el llamado “encarnizamiento terapéutico”. Rodeamos al paciente de sofisticados aparatos, una aparatología que nos aleja de él en el instante más trascendentalmente reflexivo de la vida, que es justamente la misma muerte. No estamos en contra de la tecnología, que por cierto ha salvado y salvará con éxito tantísimas vidas, sino en contra de su endiosamiento, por encima de ese encuentro singular e irrepetible con el paciente muriente.
 Esta experiencia reflexiva permitirá mensurar lo vivido y descifrar su significación escatológica o lo que es lo mismo, desentrañar su destino.
 La tecnología tanatocrática, al oponerse a esta situación, medicaliza la muerte, se la roba al moribundo. Razón tenía Rilke al pedir “yo quiero morir de mi propia muerte, no de la muerte de los médicos”.
 Empleada racionalmente, esa tecnología posibilita la continuación de la vida, en cantidad y calidad; su empleo irracional, en cambio, prolonga agonías, innecesariamente, impidiendo una muerte digna, entendiendo como tal, aquella sin dolor, con lucidez para esa experiencia reflexiva y fundamentalmente con capacidad para recibir y transmitir afectos. Es la distanasia, uno de los más graves problemas éticos que se le plantean a un médico.
 Tal cuestión la definió con acierto la Iglesia hace ya veinte años al hablar de métodos proporcionados y métodos desproporcionados. En otras palabras, ordinarios y extraordinarios. Estos últimos lo son no tanto por la complejidad de la tecnología, sino por ser aplicados en un momento de la vida donde su prolongación tiene tres características: l) precaria, 2) dolorosa y 3) injustificadamente costosa.
 Yo he visto a familias quedarse en la calle para que el agonizante esté diez días más conectado al respirador artificial. Dadas aquellas tres condiciones, enseña el magisterio de la Iglesia, los médicos no están moralmente obligados a prolongarla. Desconectar los aparatos, en este caso, es eutanasia pasiva, algo muy diferente a la eutanasia activa de cualquier Dr. Death capaz de conculcar el juramento hipocrático.
 En algún momento de mi actividad profesional, trabajando en terapia intensiva dentro de un sanatorio, jamás dejé de explicarles claramente el punto a los familiares del paciente, haciéndoles ver el poco tiempo de vida que el mismo tenía por delante. Muchos aceptaban entonces pasarlo a una habitación para poder acompañarlo con mayor asiduidad, rodeándolo de cariño. No faltó, empero, el llamado de atención desde la dirección del instituto. “¿Sabe doctor? Usted está atentando contra los intereses de la institución al sacar al paciente de terapia intensiva”. “Ya lo sé. Pero si me ordenan abstenerme de tales consejos son ustedes quienes atentan contra mis intereses morales. Y ante semejante disyuntiva no cabe un solo minuto de duda: aquí tienen mi renuncia.”
 La dignidad del dolor dejémosla para los mártires. Acaso por una errónea interpretación de los escolásticos medievales en algún momento se llegó a enaltecer el valor del sufrimiento. El hombre común tiene vocación de felicidad, no de mártir. Aún se puede ser feliz en la tristeza.
 Es más: si yo, médico, al paciente en estado terminal, con el fin de aliviarle el dolor le aumento la dosis de analgésicos sabiendo que éstos le aceleran la muerte, no falto a lo ético. Es lo que en moral se llama principio de doble efecto. Y esto ya lo enseñó Pío XII en los años 50 en su conferencia ante los anestesistas, al distinguir claramente cuando el efecto que se busca no es matar sino aliviar al enfermo.
Tras haber asistido a miles de moribundos, un pedido es constante: “Doctor, dígame si voy a morir. Mire, debo hacer tal o cual cosa pendiente”. Algunos deberán pedirle perdón a alguien, otros decirle te amo a quien jamás se atrevieron a confesárselo. Algo es claro: no hay instante más reflexivo que el de la conciencia de la muerte. Con justeza escribió Montaigne: “Los muertos más muertos son los que no piensan en el último viaje”. Es el momento de la últimas decisiones -no sólo en lo afectivo- y no tenemos ningún derecho, nosotros los médicos, a prohibirle ese momento. Es la hora en que cada uno, mensurando lo vivido, puede descifrar su destino. Como médicos no tenemos con el paciente más derechos que los que él nos da en lo que le compete darlos, y arrogarnos otros es ejercer el poder sobre el paciente por mejor intencionados que estemos, aun desprovistos de toda sevicia. Llevados por la buena intención de mejorar algunos parámetros biológicos solemos ejercer a la postre un control tal sobre el paciente que “medicalizamos” su vida, posponiendo sus propios proyectos a nuestros objetivos terapéuticos y allí es cuando “enfermamos curando”.
Cuando ocurre a la inversa, ese momento final, la decatexis de los griegos, no es terrorífico ni doloroso; la muerte tiene lugar en calma, probable paso hacia un mundo y un modo de existencia posterior que el muriente ya ha entrevisto.
Partimos cuando nacemos,
andamos mientras vivimos,
y llegamos
al tiempo que fenecemos;
así que cuando morimos
descansamos.
Jorge Manrique
 Ya no hay nada que hacer”. Típica frase con que nos dirigimos a los familiares de un enfermo cuya muerte es ineluctable. Más bien deberíamos decir: “Ya no hay nada que tratar”, porque en realidad queda todavía mucho por hacer; más aún, es cuando más podemos hacer. Tenemos recursos invalorables: el efecto sanador de nuestra palabra, de nuestras manos y de nuestra presencia.
 Herederos del dualismo cartesiano mente y cuerpo, nos constituimos en plomeros del cuerpo antes que en médicos de la persona; ésta requiere algo más que medicamentos y aparatos, nos necesita a nosotros como persona-médico y en esta relación la palaba manda. Pero ¿qué decirle a un paciente en esas circunstancias? Siempre juntas con un mensaje de esperanza, las palabras serán un bálsamo. Y si a veces éstas no alcanzan, entonces están nuestras manos, esas manos “vencedoras del silencio” como las definía Evaristo Carriego. Razón tenía quien dijo que en terapia intensiva los enfermos a veces se mueren con “hambre de piel”. En nosotros está saciarlos.
Por último, el efecto sanador de nuestra propia presencia permite que el paciente sienta que estamos a su lado, que vibramos en ese encuentro irrepetible de persona-persona, que estamos en su misma sintonía corporal. Entonces, ayudando así a bien morir nos estamos ayudando a bien vivir.

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