sábado, 31 de diciembre de 2011

Solidaridad. Solidez

Solidaridad es un término que procede del latín soliditas, el cual significa “solidez”, y se usa para expresar la realidad homogénea de algo físicamente entero, unido, compacto y cuyas partes integrantes son de igual naturaleza, como ocurre con todos los individuos que forman parte de una sociedad.

Puede definirse como la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común, no solamente cumpliendo las leyes y normas de la sociedad en la que vivimos, sino asumiendo voluntaria y desinteresadamente las cargas y problemas de los demás. No sólo consiste en dar ayuda, sino que implica un compromiso con aquel a quien se brinda solidaridad, basado en el valor de la “empatía”, por el cual somos capaces de “ponernos en la piel” de los demás compasivamente, compartiendo así sus sentimientos y problemas.

Está fundada en el principio de la igualdad radical que une a todos los hombres, la cual llega incluso hasta la idea de fraternidad, que afirma que todos los hombres somos hermanos, miembros de una gran familia, por lo cual todos somos responsables de lo que le sucede a los demás y nos debemos ayudar mutuamente, prestándonos servicios de manera desinteresada

La solidaridad debe mirar tanto por el prójimo más cercano como por el hermano más distante, puesto que todos formamos parte de la misma realidad de la naturaleza humana en la tierra, ya que todos los pueblos y culturas que hoy pueblan el planeta somos interdependientes y tenemos un destino común.


Se cosecha lo que se siembra

Un noble inglés le debía un favor a un agricultor, y fue a visitarlo para recompensarle.

—No, yo no puedo aceptar una recompensa por lo que hice —respondió el agricultor, rechazando la oferta.

En ese momento, el hijo del agricultor salió a la puerta de la casa de la familia.

—¿Es ese su hijo? —preguntó el noble.

—Si —respondió el agricultor lleno de orgullo.

—Le voy a proponer un trato: Déjeme llevarme a su hijo y ofrecerle una buena educación. Si él es parecido a su padre crecerá hasta convertirse en un hombre del cual usted estará muy orgulloso.

El agricultor aceptó. Con el paso del tiempo, el hijo de Fleming el agricultor se graduó en la Escuela de Medicina de St. Mary's Hospital en Londres, y se convirtió en un personaje conocido a través del mundo, el notorio Sir Alexander Fleming, el descubridor de la penicilina.

Algunos años después, el hijo del noble inglés cayó enfermo de pulmonía. ¿Qué lo salvó? La penicilina.

El nombre del noble inglés era Randolph Churchill. Su hijo se llamaba Sir Winston Churchill.

http://www.laureanobenitez.com/cuentos_de_solidaridad.htm

LA MEMORIA (León Gieco)

jueves, 29 de diciembre de 2011

Indicadores para implementacion de Politicas de Salud en SSS

Indicadores para implementacion de Politicas de Salud en SSS

Reglamentación ley 26682 de Medicina Prepaga

Salud Universal 2010/2011: Reglamentación ley 26682 de Medicina Prepaga - Dec...: Ley 26682 de Medicina Prepaga en Argentina http://www.infoleg.gov.ar/infolegInternet/verNorma.do?id=182180 Decreto 1991/2011 - Sustituye ...

PMO


ACAPARAMIENTO DE TIERRAS. LOS VERADEROS OCUPAS.

Tierra y poder | Oxfam International

sábado, 24 de diciembre de 2011

PRINCIPIOS DE PRESCRIPCION ACERTADA DE MEDICAMENTOS

Principios de prescripción conservadora
Posted on 12/12/2011 http://prescripcionprudente.wordpress.com/2011/12/12/principios-de-prescripcion-conservadora/
En un esfuerzo por evitar sufrimientos y alargar la vida de nuestros pacientes, frecuentemente recurrimos a medicaciones. Esto es normal en la mente no escolarizada, que cae sin advertirlo en el sesgo de benevolencia o de beneficencia, asociándolo a“más es mejor”, pues la creencia le proyecta una solución simple y equivocada al ignorar que el problema está en un nivel de más complejidad. Es un caso más de realidad ingenua frente a realidad real de los cientos que han demostrado experimentalmente investigadores de la psicología y la neurobiología desde mediados del siglo XX hasta hoy.
La palabra prudencia viene del latín “prudentia”, y a su vez del latín “pro videntia”, o sea, el que ve por adelantado. Ahora bien, comenzar a practicar la prudencia exige un esfuerzo, es cuesta arriba, pero su cultivo equilibra la pendiente y acaba proporcionando más beneficios que sus contrarios: la impulsividad y las ideas prestadas.
En septiembre de este año Schiff y col han publicado una revisión, de los que a su criterio, son los principios de una prescripción juiciosa. Los consideran un requisito previo para el uso seguro y apropiado de los medicamentos. Se basan en pruebas experimentales y en lecciones de estudios recientes que demuestran problemas con medicaciones ampliamente prescritas y ofrecen una serie de consejospara una más cauta y prudente prescripción. En estos se urge a los médicos a:
1) Pensar más allá de los medicamentos. Por ejemplo considerar la terapia sin fármacos, pues hay abundante literatura que apoya iniciar con medidas no farmacológicas en casos como la hipertensión, diabetes, insomnio, dolor de espalda, artritis y dolor de cabeza. Cabe también buscar las causas subyacentes tratables, porque ¿podría ser resuelto un trauma ocupacional antes de usar un AINE o un acoso moral antes de prescribir un antidepresivo? Además, también es posible una buena prevención, pues mientras metformina retrasa o previene el desarrollo de DM2, los estilos de vida han demostrado que pueden ser más efectivos. Y el abandono del tabaco salva más vidas que la quimioterapia.
2) Practicar prescripciones más estratégicas (diferir el tratamiento no urgente, evitar cambio no justificado de medicamentos, ser prudentes acerca de usos no probados de medicamentos, y comenzar el tratamiento con un solo fármaco nuevo a la vez).
3) Mantener una alta vigilancia en relación con los efectos adversos (sospechar reacciones por los fármacos, ser conscientes de síndrome de abstinencia; y educar a los pacientes a anticipar las reacciones).
4) Ejercitar la precaución y el escepticismo con los fármacos nuevos (buscar fuentes de información no sesgadas, esperar hasta que los fármacos lleven suficiente tiempo en el mercado; ser escéptico acerca de las variables subrogadas en lugar de los verdaderos resultados en salud; evitar el estiramiento imaginario de las indicaciones; evitar la seducción por una elegante farmacología molecular; tener cuidado con los informes selectivos de los ensayos clínicos).
En este punto destacan algunos recientes ejemplos que deben recordar los prescriptores, como: a) el estudio CAST (Cardiac Arryhthmia Suppression Trial), en el que al tiempo que aunque se suprimieron las contracciones ventriculares prematuras con encainida o flecainida, se incrementó el riesgo de muerte prematura; b) el estudio CONCORDE, en el que se mejoraba con zidovudina el recuento de los linfocitos CD4 sin mejorar la supervivencia de pacientes con virus de inmunodeficiencia; c) el estudio CHOIR (Correction of Hemoglobin and Outcomes in Renal Insuffieicncie) y el estudio CREATE (Cardiovascular Risk Reduction by Early Treatment With Epoetin), en los que el aumento de los niveles de hemoglobina con eritropoyetina en pacientes en diálisis se asoció con peores resultados en salud; d) el estudio ENHANCE (Ezetimibe and Simvastatin in Hipercolesterolemia Ehances Atheriosclerosis Regresión), en el cual aunque ezetimiba más simvastatina redujeron el colesterol más que simvastatina sola, al mismo tiempo se mantuvo el mismo espesor de la capa íntima media en ambos grupos de pacientes con hipercolesterolemia familiar heterocigótica; situación similar a lo que sucedió con este tipo de pacientes en el estudio RADIANCE, en el que se comparó torcetrapid más atorvastatina frente a atorvastatina sola; e) el estudio ACCORD (Action to Control Cardiovascular Risk in Diabetes), en el que aunque el control intensivo de la hemoglobina produjo menores tasas de hemoglobina glicosilada, al mismo tiempo fue asociado a una mayor muerte cardiovascular que con el control convencional; f) el estudio ILLUMINATE, en el que torcetrapid más atorvastatina produjeron un aumento del colesterol HDL y una reducción del colesterol LDL mejores que atorvastatina sola, pero asociándose con un aumento significativo de la mortalidad total y mortalidad CV; g) los estudios CORONA, GISSY y AURORA, en los que rosuvastatina no se asoció con mejores resultados que placebo en mortalidad total, mortalidad CV y morbilidad CV en pacientes en prevención secundaria, a pesar de significativas reducciones en el colesterol LDL.
5) Trabajar con los pacientes para una agenda compartida (y no ceder automáticamente a los fármacos que solicitan; considerar la no adherencia antes de añadir más fármacos al régimen; evitar reiniciar fármacos que no tuvieron éxito previamente; discontinuar el tratamiento con fármacos innecesarios; y respetar las reservas de los pacientes acerca de los fármacos).
6) Considerar los impactos más amplios y a largo plazo (sopesar los resultados a largo plazo, y darse cuenta de que la mejora de los sistemas y organización pueden superar los beneficios marginales de los nuevos fármacos).
Los autores concluyen que nada de esto es particularmente nuevo, ni ninguno de los principios es controvertido. Pero tomados juntos representan un cambio en el paradigma de la prescripción, desde el equivocado “más fármacos y más nuevos es lo mejor” al más prudente y certero “menos fármacos y más tiempo testados es lo mejor”. Los clínicos no deben confiar en su intuición ni en variables intermedias cuando haya resultados experimentales en salud con mayor cantidad y calidad de verdad, sino que deben esforzarse en establecer un prudente balance de beneficios menos riesgos cuya magnitud y relevancia clínica justifiquen los inconvenientes y los costes.
Galo A. Sánchez. Oficina de Evaluación de Medicamentos (SES). Cáceres

domingo, 18 de diciembre de 2011

Un Nuevo Orden Social. El Plan.


Cuando comenzó la Revolución Industrial en Gran Bretaña, a fines de los años 1800, se podía ganar mucho dinero invirtiendo en fábricas e industrias, abriendo nuevos mercados, y obteniendo el control de fuentes de materias primas. Los que tenían más dinero para invertir, sin embargo, no se encontraban tanto en Gran Bretaña sino más bien en Holanda. Holanda había sido la mayor potencia occidental en los años 1600, y sus banqueros eran los principales capitalistas. A la busca de beneficios, el capital holandés fluyó hacia el mercado bursátil británico, y así los holandeses financiaron el ascenso de Gran Bretaña, que luego eclipsó a Holanda económica y geopolíticamente.

De esta manera el industrialismo británico llegó a ser dominado por inversionistas acaudalados, y el capitalismo se convirtió en el sistema económico dominante. Esto condujo a una gran transformación social. Gran Bretaña había sido esencialmente una sociedad aristocrática, dominada por familias terratenientes. A medida que el capitalismo llegaba a ser económicamente dominante, los capitalistas llegaron a ser dominantes en la política. Las estructuras tributarias y las políticas de importación-exportación fueron gradualmente modificadas para favorecer a los inversionistas por sobre los terratenientes.

Ya no era económicamente viable mantener simplemente una propiedad en el campo: había que desarrollarla, convertirla para un uso más productivo. Los dramas victorianos están repletos de historias de familias aristocráticas que enfrentan tiempos difíciles, y se ven obligadas a vender sus propiedades. Por propósitos dramáticos, esa decadencia es generalmente atribuida a un defecto de algún carácter, tal vez un primogénito débil. Pero en los hechos la decadencia de la aristocracia formaba parte de una transformación social más amplia causada por el ascenso del capitalismo.

El negocio del capitalista es la administración de capital, y esa administración es manejada generalmente a través de la mediación de bancos y casas de corretaje. No sería sorprendente que los banqueros de inversión llegaran a ocupar la cúspide de la jerarquía de la riqueza y el poder. Y de hecho, hay un puñado de familias de banqueros, incluidos los Rothschild y los Rockefeller, que ha llegado a dominar los asuntos económicos y políticos en el mundo occidental.

A diferencia de los aristócratas, los capitalistas no están ligados a un sitio, o al mantenimiento de un lugar. El capital es desleal y móvil – fluye a donde se puede encontrar el mayor crecimiento, tal como fluyó de Holanda a Gran Bretaña, luego de Gran Bretaña a EE.UU., y hace poco de todas partes a China. Tal como una mina de cobre puede ser explotada y luego abandonada, bajo el capitalismo toda una nación puede ser explotada y luego abandonada, como lo vemos en las áreas industriales oxidadas de EE.UU. y Gran Bretaña.

Este desapego por el lugar conduce a un diferente tipo de geopolítica bajo el capitalismo, en comparación con la aristocracia. Un rey va a la guerra cuando ve una ventaja para su nación al hacerlo. Los historiadores pueden ‘explicar’ las guerras de los días pre-capitalistas, en términos del engrandecimiento de monarcas y naciones.

Un capitalista provoca una guerra a fin de lograr beneficios, y de hecho las familias bancarias de nuestra elite han financiado ambos lados de la mayoría de los conflictos militares desde por lo menos la Primera Guerra Mundial. Por ello los historiadores tienen problemas para ‘explicar’ la Primera Guerra Mundial en términos de motivación y objetivos nacionales.

En los días pre-capitalistas la guerra era como el ajedrez: cada lado trataba de ganar. Bajo el capitalismo la guerra es más bien como un casino, en el cual los jugadores participan mientras pueden conseguir dinero para más chips, y el ganador siempre resulta ser la banca– los banqueros que financian la guerra y deciden quién será el último en resistir. Las guerras no son solo las más lucrativas de todas las empresas capitalistas, sino al elegir a los vencedores, y administrar la reconstrucción, las familias bancarias de la elite logran, con el pasar del tiempo, adecuar la configuración geopolítica para que sirva sus propios intereses.

Las naciones y las poblaciones son solo peones en sus juegos. Millones mueren en las guerras, infraestructuras son destruidas, y mientras el mundo se lamenta, los banqueros cuentan sus ganancias y hacen planes para sus inversiones en la reconstrucción de posguerra.

Desde su posición de poder, como financistas de gobiernos, las elites bancarias han perfeccionado con el tiempo sus métodos de control. Manteniéndose siempre entre bastidores, tiran las cuerdas que controlan a los medios, los partidos políticos, las agencias de inteligencia, los mercados bursátiles, y las oficinas gubernamentales. Y tal vez la mayor palanca de poder es su control sobre las monedas. Mediante su timo de los bancos centrales, causan ciclos de auge y ruina, imprimen dinero de la nada y luego lo prestan con intereses a los gobiernos. El poder de la pandilla bancaria de la elite (los ‘banksters’) es absoluto y sutil…

Algunos de los hombres más importantes de EE.UU. tienen miedo de algo. Saben que hay un poder en algún sitio, tan organizado, tan sutil, tan vigilante, tan entrelazado, tan completo, tan dominante que más vale que no hablen en voz alta cuando lo hacen para condenarlo. – Presidente Woodrow Wilson.

El fin del crecimiento – los banksters contra el capitalismo

Siempre fue inevitable, en un planeta finito, que habría un límite para el crecimiento económico. La industrialización posibilitó que hayamos acelerado precipitadamente hacia ese límite durante los últimos dos siglos. La producción se ha hecho cada vez más eficiente, los mercados cada vez más globales, y finalmente el paradigma del crecimiento perpetuo ha llegado al punto de la disminución de la rentabilidad.

Por cierto, a ese punto ya se llegó cerca de 1970. Desde entonces el capital no ha buscado tanto el crecimiento mediante un aumento de la producción, sino más bien mediante la extracción de mayores rendimientos de niveles de producción relativamente limitados. De ahí la globalización, que transfirió la producción a áreas de bajos salarios, asegurando mayores márgenes de beneficios. De ahí la privatización, que transfiere a inversionistas las corrientes de ingresos que antes llegaban a los tesoros nacionales. De ahí mercados de derivados y divisas, que crean la ilusión electrónica de crecimiento económico, sin producir nada efectivamente en el mundo real.

Durante casi cuarenta años, el sistema capitalista se mantuvo mediante estos diversos mecanismos, ninguna de los cuales fue productivo en algún sentido real. Y entonces, en septiembre de 2008, el castillo de naipes se desplomó, de repente, poniendo de rodillas al sistema financiero global.

Si se estudia el colapso de las civilizaciones, se aprende que esa incapacidad de adaptación es fatal. ¿Está cayendo en esa trampa nuestra civilización? Tuvimos dos siglos de verdadero crecimiento, en los cuales la dinámica de crecimiento del capitalismo estuvo en armonía con la realidad del crecimiento industrial. Luego tuvimos cuatro décadas de crecimiento artificial – el capitalismo sustentado por un castillo de naipes. Y ahora, después del colapso del castillo de naipes, parece que se hace todo esfuerzo posible por producir ‘una recuperación’ – ¡del crecimiento! Es muy fácil obtener la impresión de que nuestra civilización se encuentra en un proceso de colapso, basado en el principio de la incapacidad de adaptación.

Una impresión semejante sería parcialmente correcta y parcialmente equivocada. A fin de comprender la situación real tenemos que hacer una clara distinción entre la elite capitalista y el propio capitalismo. El capitalismo es un sistema económico impulsado por el crecimiento; la elite capitalista es la gente que se las ha arreglado para conseguir el control del mundo occidental durante la operación del capitalismo en los últimos dos siglos. El sistema capitalista ha sobrepasado su fecha de vencimiento, la elite bankster conoce perfectamente ese hecho – y se está adaptando.

El capitalismo es un vehículo que ha ayudado a llevar a los banksters al poder absoluto, y no tienen más lealtad a ese sistema que al lugar, o a cualquier cosa o cualquier persona. Como mencioné anteriormente, piensan a escala global, y naciones y poblaciones son los peones. Definen lo que es dinero y lo emiten, exactamente como el banquero en un juego de Monopoly. También pueden inventar un nuevo juego con otro tipo de dinero. Hace tiempo que han llegado más allá de toda necesidad de depender de algún sistema económico en particular para mantener su poder. El capitalismo fue útil en una era de rápido crecimiento. Ante una era sin crecimiento, se prepara un juego diferente.

Por lo tanto, no se permitió que el capitalismo muriera una muerte natural. En su lugar fue derribado mediante una demolición controlada. Primero lo pusieron en un sistema de soporte vital, como mencionamos anteriormente, con globalización, privatización, mercados cambiarios, etc. Luego le inyectaron una solución eutanásica, en la forma de burbujas inmobiliarias y derivados tóxicos. Finalmente, el Banco de Pagos Internacionales –el banco central de los bancos centrales– canceló el sistema de soporte vital: declaró la regla de ‘valoración a precios de mercado’, que llevó a la insolvencia instantánea de todos los bancos en posesión de riesgos, aunque tardó un tiempo antes de que fuera aparente. Cada paso en este proceso fue cuidadosamente planificado y dirigido por la clique de los bancos centrales.

El fin de la soberanía – La restauración del antiguo régimen

Tal como fue dirigido cuidadosamente el colapso financiero, lo fue el escenario posterior al colapso, con sus programas suicidas de rescate. Los presupuestos nacionales ya estaban puestos al límite; ciertamente no había reservas disponibles para salvar a bancos insolventes. Por lo tanto los compromisos de rescate no eran otra cosa que la aceptación de nuevas deudas astronómicas por los gobiernos. A fin de pagar los compromisos del rescate, ¡hubo que pedir prestado el dinero al mismo sistema financiero que era rescatado!

No era que los bancos fueran demasiado grandes para quebrar, más bien los banksters eran demasiado poderosos para quebrar: hicieron a los políticos una oferta que no podían rechazar. En EE.UU. se dijo al Congreso que sin rescates habría ley marcial a la mañana siguiente. En Irlanda, se dijo a los ministros que habría caos financiero y disturbios en las calles. De hecho, mientras Islandia se manifestaba, la manera sensata de tratar a los bancos insolventes fue un proceso ordenado de suspensión de pagos.

El efecto de los rescates bajo presión fue transferir la insolvencia de los bancos a los tesoros nacionales. Las deudas bancarias fueron transformadas en deudas soberanas y déficits presupuestarios. Ahora, de un modo bastante predecible, son las naciones las que buscan rescates, y esos rescates llegan con condiciones. En lugar de la suspensión de pagos de los bancos, tienen lugar las de las naciones.

En su libro Confesiones de un sicario económico, John Perkins explica cómo se ha coaccionado al Tercer Mundo durante las últimas décadas –mediante presión y trucos de diversos tipos– para que acepten una esclavitud perpetua de endeudamientos. Intencionalmente, las deudas nunca pueden ser pagadas. En su lugar, las deudas deben ser periódicamente refinanciadas, y cada vuelta de refinanciamiento entierra más profundamente a la nación en deudas – y la lleva a someterse a dictados aún más drásticos del FMI. Con el colapso financiero orquestado, y el timo del ‘demasiado grande para quebrar’, los banksters han creado una situación en la que no hay vuelta atrás: los planes del sicario operan ahora aquí en el primer mundo.

En la UE, la primera vuelta de naciones en caer serán los así llamados PIGS –Portugal, Irlanda, Grecia, y España. La ficción de que los PIGS pueden encarar los rescates se basa en la suposición de que se reanudará la era del crecimiento ilimitado. Como lo saben perfectamente los banksters, simplemente no va a suceder. Finalmente los PIGS se verán forzados al default, y entonces el resto de la UE también se derrumbará, todo parte de un proyecto de demolición controlada.

Cuando una nación sucumbe a la esclavitud por la deuda, deja de ser una nación soberana, gobernada por algún tipo de proceso político interno. En su lugar cae bajo el control de los dictados del FMI. Lo que hemos visto en el Tercer Mundo, y sucede ahora en Europa, esos dictados tienen que ver con austeridad y privatización. Las funciones del gobierno son eliminadas o privatizadas, y los activos nacionales son vendidos. Poco a poco –de nuevo una demolición controlada– la nación Estado es desmantelada. Finalmente, las funciones primordiales que le quedan al gobierno son la represión policial de su propia población, y el cobro de impuestos para entregarlos a los banksters.

En los hechos, el desmantelamiento de la nación Estado comenzó mucho antes del colapso financiero de 2008. En EE.UU. y Gran Bretaña comenzó en 1980 con Reagan y Thatcher. En Europa, comenzó en 1988, con el Tratado de Maastricht. La globalización aceleró el proceso de desmantelamiento, a través de la exportación de puestos de trabajo e industrias, programas de privatización, acuerdos de ‘libre comercio’ y el establecimiento de la Organización Mundial de Comercio (OMC), destructora de regulaciones. Los eventos desde 2008 han posibilitado la rápida aceleración de un proceso que ya estaba bien encaminado.

Con el colapso, los rescates, y el hecho de que no haya iniciado ningún tipo de programa efectivo e recuperación, las señales son muy claras: se dejará que el sistema colapse totalmente, allanando así el terreno para una ‘solución’ previamente diseñada. Mientras se desmantela la nación Estado, se establece un nuevo régimen de autoridad global para reemplazarla. Como podemos ver en el caso de la OMC, el FMI, el Banco Mundial, y las otras partes del embriónico gobierno global, el nuevo sistema global no mostrará pretensiones de representación popular o proceso democrático. El gobierno tendrá lugar a través de burocracias autocráticas globales, que recibirán sus órdenes, directa o indirectamente, de la camarilla bankster.

En su libro The Globalization of Poverty [La globalización de la pobreza], Michel Chossudovsky explica cómo la globalización, y las acciones del FMI, crearon una pobreza masiva en todo el Tercer Mundo durante las últimas décadas. Como podemos ver, con el dramático énfasis en la austeridad, después del colapso y los rescates, este proyecto de creación de pobreza ya no tiene vuelta atrás. En este nuevo sistema mundial no habrá ninguna clase media próspera. Por cierto, el nuevo régimen se parecerá en mucho a los antiguos días de la realeza y la servidumbre (el antiguo régimen). Los banksters son la nueva familia real, y todo el mundo será su dominio. Los tecnócratas que dirigen las burocracias globales, y los mandarines que se presentan como políticos en las naciones residuales, son la clase superior privilegiada. El resto de nosotros, la abrumadora mayoría, nos veremos en el papel de los siervos empobrecidos – si tenemos la suerte de ser uno de los supervivientes al proceso de colapso.

Actualmente, los estadounidenses se indignarían si tropas de la ONU entraran a Los Angeles para restaurar el orden; mañana lo agradecerán. Vale especialmente si se les dice que hay una amenaza exterior del más allá, sea real o promulgada, que amenazaría nuestra propia existencia. Entonces todos los pueblos del mundo rogarán a los dirigentes del mundo que los liberen de ese mal. Lo único que todo hombre teme es lo desconocido. Cuando se le presenta ese escenario, renunciará voluntariamente a los derechos individuales a cambio de la garantía de su bienestar otorgada por su gobierno mundial. – Henry Kissinger, hablando en Evian, Francia, 21 de mayo de 1992, reunión de los Bilderberger.

El fin de la libertad – El Estado policial global

Durante las últimas cuatro décadas, desde aproximadamente 1970, hemos estado viviendo un proceso de cambio de régimen, de un antiguo sistema global a un nuevo sistema global. En el antiguo sistema, las naciones del primer mundo eran relativamente democráticas y prósperas, mientras el Tercer Mundo sufría bajo la tiranía de Estados policiales, pobreza masiva, e imperialismo (explotación por potencias extranjeras). Como mencionamos anteriormente, el proceso de transición ha sido caracterizado por un cruce del Rubicón – la introducción al primer mundo de políticas y prácticas, que antes eran limitadas, en la mayor parte, al Tercer Mundo.

Por lo tanto la esclavitud de la deuda con el FMI cruzó el Rubicón, posibilitado por el timo del colapso-rescate. Por su parte, la pobreza masiva está cruzando el mismo Rubicón, debido a medidas de austeridad impuestas por el FMI, con sus nuevos poderes de posesión de bonos. El imperialismo también está cruzando el Rubicón, mientras el primer mundo cae bajo el control explotador de los banksters y sus burocracias, un nexo del poder que es ajeno a todas las identidades nacionales. No es sorprendente que la tiranía del Estado policial también esté cruzando el Rubicón: la imposición de niveles de pobreza del Tercer Mundo requiere métodos de represión del Tercer Mundo.

El movimiento contra la globalización puede ser considerado como el comienzo de la resistencia popular contra el proceso de cambio de régimen. De la misma manera, la reacción policial a las manifestaciones contra la globalización de Seattle, en noviembre de 1999, puede ser interpretada como el ‘cruce del Rubicón’ de la tiranía policial estatal. La violencia excesiva y arbitraria de esa reacción –incluyendo cosas como mantener abiertos los ojos de la gente y pulverizar pimienta en ellos– no tuvo precedentes en acciones contra manifestantes no violentos en una nación del primer mundo.

Irónicamente, la reacción policial, especialmente porque fue tan ampliamente publicitada, fortaleció realmente el movimiento contra la globalización. A medida que las manifestaciones crecían en tamaño y fuerza, la reacción policial se hizo aún más violenta. Un cierto clímax fue alcanzado en Génova, en julio de 2001, cuando los niveles de violencia de ambas partes casi comenzaron a parecer una guerra de guerrillas.

En esos días el movimiento contra la globalización dominaba las páginas de noticias internacionales, y la oposición a la globalización alcanzaba proporciones masivas. El movimiento visible era solo la punta de un iceberg antisistémico. En un sentido muy real, el sentimiento popular general en el primer mundo comenzaba a tomar un giro radical. Los dirigentes del movimiento pensaban ahora en términos de un movimiento anticapitalista. Había volatilidad política en el aire, en el sentido de que, posiblemente, un sentimiento popular ilustrado podría lograr un cambio en el curso de los eventos.

Todo eso cambió el 11 de septiembre de 2001, el día en el que cayeron las torres. El movimiento antiglobalización, junto con la propia globalización, desaparecieron casi enteramente de la conciencia pública en ese día aciago. De repente había un escenario global totalmente nuevo, todo un nuevo circo mediático – con un nuevo enemigo – un nuevo tipo de guerra, una guerra sin fin, una guerra contra fantasmas, una guerra contra el “terrorismo”.

Anteriormente vimos cómo el colapso financiero orquestado de septiembre de 2008 posibilitó que ciertos proyectos existentes fueran rápidamente acelerados, como ser el desmantelamiento de la soberanía, y la imposición de austeridad. Del mismo modo, los eventos de septiembre de 2001 posibilitaron que otros proyectos existentes fueran acelerados considerablemente, como ser el abandono de las libertades civiles y del derecho internacional.

Antes de la caída de las torres, ya habían redactado la “Ley Patriota”, que proclama de manera muy clara que había llegado el Estado policial (a EE.UU.) con toda su fuerza y para quedarse – la Declaración de Derechos perdió su fuerza legal. Antes de mucho tiempo, legislación ‘antiterrorista’ semejante había sido adoptada en todo el primer mundo. Si algún movimiento antisistémico volvía a levantar cabeza en el primer mundo (como lo hizo, por ejemplo, recientemente en Grecia), se podrían poner en práctica poderes policiales arbitrarios –tantos como fuera necesario– para aplastar la resistencia. No se permitiría que ningún movimiento popular desbaratara los designios de cambio de régimen de los banksters. El movimiento antiglobalización había estado gritando: ‘así es la verdadera democracia’. Con el 11-S, los banksters replicaron: ‘así es la verdadera opresión’.

Los eventos del 11-S llevaron directamente a las invasiones de Iraq y Afganistán, y en general ayudaron a crear un clima en el cual se pudo justificar fácilmente las invasiones de naciones soberanas, con una u otra excusa. El derecho internacional fue abandonado de un modo tan exhaustivo como lo fueron las libertades civiles. Tal como se eliminó toda restricción de las intervenciones policiales interiores, se eliminó toda restricción de las intervenciones militares geopolíticas. Nada debía ponerse en el camino de los planes de cambio de régimen de los banksters.

La era tecnotrónica involucra la aparición gradual de una sociedad más controlada… dominada por una elite, no limitada por valores tradicionales… esta elite no dudaría en lograr sus objetivos políticos utilizando las últimas técnicas modernas para influenciar la conducta pública… La persistencia de la crisis social, la emergencia de una personalidad carismática, y la explotación de medios de masas para obtener la confianza pública serían los escalones en la transformación de a poco de EE.UU. en una sociedad altamente controlada… Además, podría ser posible –y tentador– explotar para fines políticos estratégicos los frutos de la investigación sobre el cerebro y la conducta humana – Zbigniew Brzezinski, La era tecnotrónica, 1970.

La era post capitalista – Nuevos mitos para una nueva cultura

Puede que 2012 no sea el año exacto, pero cuesta ver que la jugada final dure mucho más – y los amos del universo aman el simbolismo, como en 11-S (tanto en Chile como en Manhattan), ELK 007, y otros. 2012 está cargado de simbolismo, por ejemplo el Calendario Maya, e Internet es un hervidero de diversas profecías relacionadas con 2012, estrategias de supervivencia, espera de intervenciones alienígenas, etc. Y luego está la cinta de Hollywood, 2012, que presenta explícitamente el fin de la mayor parte de la humanidad, y la salvación planificada previamente de unos pocos. Uno nunca sabe con las producciones de Hollywood, lo que es fantasía escapista, y lo que apunta a preparar simbólicamente la mente del público para lo que vendrá.

Sea cual sea la fecha exacta, toda la serie se entrelazará, geopolítica e interiormente, y el mundo cambiará. Será una nueva era, tal como el capitalismo fue una nueva era después de la aristocracia, y la Alta Edad Media siguió a la era del Imperio Romano. Cada era tiene su propia estructura, su propia economía, sus propias formas sociales, y su propia mitología. Esas cosas deben relacionarse coherentemente entre sí, y su naturaleza proviene de relaciones de poder y de circunstancias económicas fundamentales del sistema.

Cada vez que hay un cambio de era, la era anterior es satanizada en una nueva mitología. En la historia del Jardín del Edén la serpiente es satanizada – un símbolo reverenciado en el paganismo, el predecesor del monoteísmo. Con la aparición de las naciones Estado europeas, fue satanizada la Iglesia Católica, y se introdujo el protestantismo. Cuando llegaron las repúblicas, la satanización de los monarcas fue una parte importante del proceso. En el mundo posterior a 2012, se satanizará la democracia y la soberanía nacional. Esto será muy importante, para conseguir que la gente acepte un régimen totalitario arbitrario…

En esos terribles días tenebrosos, antes de la bendita unificación de la humanidad, la anarquía reinaba en el mundo. Una nación atacaba a otra, nada mejor que los depredadores en la selva. Las naciones no tenían coherencia a largo plazo; los votantes pasaban de un partido al otro, manteniendo siempre en transición y confusión a los gobiernos. ¿Cómo pudo llegar alguien a pensar que las masas de gente semieducada podrían gobernarse, o dirigir una sociedad compleja? La democracia era un experimento mal concebido que condujo solo a la corrupción y al gobierno caótico. ¡Qué suerte tenemos de estar en este mundo tan ordenado, en el cual la humanidad ha llegado finalmente a crecer, y en el cual aquellos con la mejor experticia toman las decisiones para todo el globo!

El capitalismo tiene que ver con crecimiento, progreso, y cambio. Bajo el capitalismo las virtudes de ambición, iniciativa y competitividad son elogiadas, porque esas virtudes sirven la dinámica del capitalismo. La gente es alentada a acumular cada vez más, y a no darse jamás por satisfecha con lo que tiene. Bajo el capitalismo, la gente tiene que tener un poco de libertad, y un poco de prosperidad, para que la dinámica del capitalismo pueda operar. Sin una cierta libertad, la ambición no puede motivar; sin prosperidad ¿cómo se puede lograr la acumulación? En el mundo post capitalista, las virtudes capitalistas serán satanizadas. Será muy importante para lograr que la gente acepte la pobreza y la regimentación…

La busca de dinero es la raíz de todo mal, y el sistema capitalista es inherentemente corrupto y derrochador. La anarquía reinaba en el mercado, mientras las corporaciones buscaban a ciegas beneficios, sin preocuparse por las necesidades humanas o por la Tierra. Cuánto más sensatas son nuestras brigadas de trabajo, que producen solo lo necesario, y usan solo lo que es sustentable. El capitalismo alentaba la codicia y el consumo; la gente luchaba para competir los unos contra los otros, por ‘ser los primeros’ en la carrera de ratas. Cuánto más sabios somos ahora, que vivimos con nuestras cuotas racionadas, y aceptamos los deberes que se nos asignan, sean cuales sean, sirviendo a la humanidad.

En este cambio de régimen que introduce la era post capitalista, vemos una orquestación consciente de economía, política, geopolítica y mitología – como un proyecto coordinado. Se está creando toda una nueva realidad, toda una nueva cultura global. Cuando se trata del tema, la capacidad de transformar la cultura es la máxima forma de poder. En solo una generación, una nueva cultura se convierte “en así son las cosas”. ¿Y qué, podemos preguntar, podría bloquear el camino de algunas futuras manipulaciones del régimen cultural que pueda prever la familia real bankster?

Desde que se introdujo la educación pública, el Estado y la familia han competido por controlar el condicionamiento de la infancia – y en la infancia se transmite la cultura a la próxima generación. En el micro-administrado futuro post capitalista, es muy probable que veamos la ‘solución final’ del control social, o sea que el Estado monopolice la educación de los niños. Eso eliminaría de la sociedad el lazo entre padre e hijo, y de ahí los lazos relacionados con la familia en general. Ya no existe un concepto de parientes, solo de otros miembros de la colmena. La familia debe ser satanizada. Aquí en Irlanda, ya hay anuncios publicitarios en la televisión que dramatizan los sufrimientos de niños que son abusados o descuidados por sus padres…

Qué horribles eran esos días, cuando parejas sin permiso, sin capacitación, tenían control total sobre niños vulnerables, tras puertas cerradas, con todas las neurosis, adicciones, o perversiones que los padres llegaran a tener. ¿Cómo existió durante tanto tiempo ese vestigio de esclavitud patriarcal, la guarida refugio del abuso infantil, sin ser reconocida por lo que era? Cuánto mejor nos va ahora, con niños educados científicamente, por personal capacitado, que les enseña disciplina y valores sanos.


Este artículo apareció primero en New Dawn Nº 128 (septiembre-octubre de 2011).

RIchard K Moore, es un expatriado de Silicon Valley en retiro, emigrado a Irlanda en 1994 para comenzar su ‘verdadero trabajo’ – tratar de comprender cómo funciona el mundo, y cómo podemos mejorarlo. Muchos años de investigación y escritura culminaron en su libro ampliamente aclamado Escaping the Matrix: How We the People Can Change the World (The Cyberjournal Project, 2005).

Fuente: http://www.globalresearch.ca/index.php?context=va&aid=27188

lunes, 5 de diciembre de 2011

EL CRIMEN DE LA DEUDA. Ahora a los "desarrollados"

El Crimen de la Deuda
FUENTE:
http://www.huellasdelahistoria.com

Semanas atrás, Huellas de la Historia y El Club de la Pluma organizaron una serie de presentaciones literarias con el objetivo de repensar críticamente nuestra historia pasada y reciente, en el marco de la conmemoración de un nuevo aniversario de la Revolución de Mayo.
En la oportunidad, uno de los escritores invitados fue Néstor Forero(1), quien presentó su último libro “El crimen de la deuda externa”, una obra necesaria para entender el presente de nuestro país. En ella el autor detalla el minucioso trabajo de investigación que viene desarrollando desde hace 27 años para conocer el origen y crecimiento de la deuda externa argentina.
Desde el 16 de diciembre de 2009 Forero forma parte del grupo que asesora al juzgado que investiga la deuda desde 1976 a la fecha. Su designación le permitió tener acceso a las dos causas iniciadas por Alejandro Olmos: la que investigó la deuda externa contraída por el Estado Nacional durante el período 1976/1982 que tuvo el fallo en julio de 2000, en que se calificó a la deuda como fraudulenta e ilegítima; y otra posterior por la deuda privada traspasada al Estado y toda la deuda externa contraída y renegociada durante los sucesivos gobiernos democráticos hasta nuestros días.
Su escrito es un testimonio valioso que explica con sencillez los cómo, cuándo, porqué de este crimen organizado contra el pueblo argentino, y la pelea de un puñado de argentinos para que se decrete la nulidad de la deuda contraída durante el proceso cívico-militar de 1976/1983 en base a la ilicitud y fraudulencia de las operaciones. Cruda descripción de un saqueo permanente de un país que produce alimentos para 300 millones de personas pero tiene una parte de su población por debajo de la lía de la pobreza.
-¿De dónde surge la idea del libro y cuánto hace que viene investigando?-El tema de la deuda externa lo vengo investigando desde hace 27 años. En diciembre de 2009 fui nombrado auditor por el juzgado que investiga la deuda. Justamente este libro, “El crimen de la deuda externa”, pretende ser un documento de rendición de cuentas a la nación de lo que hemos visto, investigado, denunciado y solicitado. Hemos tratado de hacer un libro sencillo, de no más de 200 páginas para que pueda ser leído porque sabemos que los grandes volúmenes quedan en el olvido. Simplemente queremos que la gente tenga un pantallazo sobre el principal problema que ha tenido la República Argentina, este fraude que se ha creado a la nación y al pueblo argentino y porqué esto explica la pobreza que hemos tenido en estos años, la desnutrición, la falta de industrialización, la falta de educación y el saqueo permanente de los recursos, lo cual convirtió a nuestro país en territorio tributario.
-En cierto modo, la investigación que viene desarrollando es una continuación del trabajo de Alejandro Olmos, ¿verdad?-Sí, yo tomo las investigaciones que había presentado don Alejandro Olmos. Él presentó más de una denuncia; la primera la hizo en el año 1982 por la deuda del Estado contraída durante la dictadura militar, que tuvo un fallo en julio del año 2000, donde se decretó que la misma era fraudulenta y ficticia. Pero además, él hizo otra denuncia por la deuda privada contraída durante el proceso militar y las renegociaciones posteriores que hizo el gobierno de Alfonsín y que también abarca el período democrático hasta nuestros días. Eso se juntó en otra causa que es en la que fui designado auditor. Lo que nosotros hemos hecho como auditores –y digo nosotros porque somos cuatro personas: dos maestros: el doctor Miguel Ángel Espeche Gil, dos veces candidato al premio Nobel de la Paz y el doctor Julio González, que fue secretario Legal y Técnico de Perón, y sus discípulos: la doctora Graciela González, quien es abogada al igual que las dos personas que mencioné anteriormente, y un contador público, que soy yo. Nosotros nos presentamos en el juzgado y al tener acceso a ambas causas, 55 mil fojas, notamos que en la causa que ya tiene fallo, el mismo es incompleto porque si bien allí se declara que el proceso de endeudamiento fue fraudulento, ficticio e ilegítimo, y lo detecta, como dice el fallo, en no menos de 477 operaciones, el juez tendría que haber decretado la nulidad absoluta de esas operaciones. Esto implica que todas las renovaciones que se hayan hecho caen por su propio peso. Es decir, todos los pagos que se han efectuado se han hecho por deudas que no se deben. Entonces hay que reclamar la restitución de los pagos efectuados. Eso convertiría a la República Argentina de deudora a acreedora internacional.
El fallo ya lo señala así. Ha habido varias pericias que demuestran que Argentina al 31 de diciembre de 1983, al regreso de la democracia, era acreedora y no deudora del mundo. Lo que nosotros le pedimos al juez – y ahora a la Cámara porque el juez se negó a tratarlo- es que simplemente se cumpla con la ley. El juez debe declarar la nulidad de la deuda; lo manda el Código Civil, debe decretar la nulidad de las operaciones que han sido fraudulentas. Para eso necesitamos que el pueblo argentino conozca este fraude y tome conciencia y nos ayude para que la presión popular haga que el juez cumpla con su obligación.
-El fallo del año 2000 declaró la deuda ilegítima y fraudulenta. Pero ¿cuál ha sido el peso en concreto que ha tenido este dictamen?-Si no se declara la nulidad, es una simple declaración de barricada porque no tiene ningún efecto jurídico, ni económico, ni social, ni político. Es como si a una persona le falsificaran la firma en un pagaré. Esa persona va a la Justicia y el juez dice: “La firma es falsificada, pero pague”. Ese es el escándalo que tenemos hoy. Por eso necesitamos llevarle todo el conocimiento a todo nuestro pueblo para que sepan lo que pasa y tomen conciencia de que este es el principal problema de Argentina, porque somos acreedores y no deudores, y en el medio hemos pagado 218 mil millones de dólares por una deuda de 7.600, y todavía debemos 180 mil millones más. Es una locura y un verdadero saqueo; es una estafa al pueblo argentino y lo peor es que lo estamos pagando con el hambre de nuestros hijos, con la falta de salud y de educación. Es un genocidio hecho, no por entelequia, sino por organizaciones delictivas como el Fondo Monetarios Internacional, el Banco Mundial, empresas que han participado de este saqueo y funcionarios públicos que hoy están impunes, que andan por la calle y muchos de ellos nos siguen queriendo dar lecciones de moral por las cámaras de televisión.
-¿Cuáles son las principales consecuencias que el pueblo argentino ha tenido que padecer por esta deuda ilegal?
-El hambre, la desnutrición, la falta de recursos, la desindustrialización. La deuda era originariamente de 7.600 millones al 24 de marzo de 1976. Cuando asume Alfonsín, la deuda era de 44.300 millones de dólares y 18.000 fábricas menos. Cuando Alfonsín le entrega el gobierno a Menem, la deuda ascendía a 64.000 millones de dólares y 54.000 fábricas menos. Cuando Menem termina su mandato, entrega el poder con una deuda de 140.000 millones de dólares, después de haber entregado todo el patrimonio público a través de las privatizaciones y con 108.000 fábricas menos. Esa es la causa de la falta de recursos, de la falta de trabajo genuino, de la falta de las cuestiones más elementales de la vida. En el medio, se nos mueren los niños y los ancianos por la falta de recursos. Todo este sistema de injusticia que padece el pueblo argentino, la represión, las guerras químicas y bacteriológicas que nos han metido, como las drogas o las pandemias, son parte de la dominación. Ellos necesitan que no sólo la República Argentina sino todo el continente americano, el africano y distintas partes del mundo requieren de una escasa cantidad de población, la mínima esencial para su propia seguridad. El problema de la deuda no es sólo argentino, sino que es mundial en el cual los bancos han estafado al mundo. Escuchamos decir que la crisis financiera de 2008 al 2010 se produjo por activos tóxicos. ¿Qué tóxicos? Son fraudes producidos por bancos contra los norteamericanos y los ahorristas del mundo. Hay que llamar a las cosas por su nombre. Los bancos hoy por hoy son los verdaderos ejércitos de ocupación imperiales que someten a los pueblos, y la deuda externa es el mecanismo que tienen para el saqueo.
-¿Considera que la población conoce este tema?-Creo que el pueblo intuye que esto es una trampa, pero no conoce los mecanismos. Además, la mayoría de los partidos políticos tiene un discurso uniforme: hay que pagar, no se discute, de la deuda no se habla; son parte de la dominación. Pero, ¿cuál es nuestra tarea? Dar testimonio. Tuvimos la oportunidad de ver in situ el fraude y por eso tenemos que darlo a publicidad para que, ante la estúpida resignación, estalle la santa indignación del pueblo argentino ante los responsables de esta tragedia, que ha sido planificada. Nosotros en el libro decimos que no tenemos 30.000 desaparecidos, tenemos casi un millón y para decir esto utilizamos las cifras de los censos. Cuando en el año 70 nos censaron, éramos 21 millones de habitantes. Por la tasa de crecimiento que teníamos, que era del 2,2 por ciento, los censistas planificaban que en el año 2000 íbamos a ser 40 millones. Cuando nos censaron en el año 2001, la sorpresa fue que éramos 36,2 millones y teníamos 2,8 millones de argentinos en el exterior. El total era de 39 millones, cuando en realidad tendríamos que haber sido 40 millones. Nos falta un millón de argentinos. Recién ahora, 10 años después, somos 40 millones. Eso se debe analizar teniendo en cuenta el cambio del sistema económico, porque pasamos de tener un sistema de producción industrial y tecnológico a otro basado en la renta financiera y la explotación sólo de materias primas sin valor agregado. En el medio se nos murieron un millón de personas a razón de que casi 10 mil niños mueren por año antes de cumplir un año de vida y 19 mil niños antes de cumplir cinco años, por razones solamente económicas, sociales y culturales totalmente evitables. Multiplicando esa cifra por 30 años que lleva la implementación de este sistema y nos da como resultado la cifra que nos marca la magnitud de este genocidio de carácter financiero, que tiene a la deuda externa como el pilar básico de esta esclavitud. Somos esclavos en nuestra propia tierra.
-En este proceso de investigación que viene llevando, ¿has recibido algún tipo de presiones o intimidaciones?-Sí, pero es parte del juego y uno lo debe tomar como las reglas básicas de lo que está haciendo. Me preocuparía que lo que estamos haciendo no tuviera ningún tipo de repercusión. Cuando uno se decide a hacer esto, sabe que son las condiciones lógicas y las asume. Es más importante dar el testimonio que los miedos personales; es más importante que los jóvenes entiendan porqué pasa lo que pasa, que las chicanas que podamos recibir por ahí.
-La gente interesada en colaborar con esta causa, ¿qué puede hacer? -Estaría muy bien poder juntar unas cuantas firmas para entregárselas a la Cámara que hoy tiene el fallo, en apoyo a nuestra gestión. Nosotros estamos pidiendo, por un lado, la nulidad absoluta de la deuda contraída por el Estado durante el proceso militar, y por el otro, en otro juzgado, estamos pidiendo que se suspenda la prescripción de las condiciones civiles para que los responsables de haber contraído este fraude a la nación, paguen con sus bienes personales. Estamos hablando de que todos los Ministros de Economía y todos los Presidentes del Banco Central, que son los que fundamentalmente firman los acuerdos por la deuda externa, paguen con sus bienes personales. Estamos diciendo que Martínez de Hoz, Alemman, Sourrouille, Cavallo, Machinea y unos cuantos más, le restituyan al Estado y al pueblo argentino la riqueza mal habida que han tenido por su inconducta y su traición a la patria.
-La suspensión de la prescriptibilidad, ¿sólo se puede hacer declarándolo un crimen de lesa humanidad?-Nos vendría muy bien que la causa sea imprescriptible, pero con las normas jurídicas actuales cuando pasan 10 años de un fallo penal, tenés 10 años para hacer una demanda civil. El día que se cumplían 10 años del fallo de la causa de Alejandro Olmos y quedaban impunes todos estos crímenes contraídos durante el proceso militar, nosotros nos presentamos ante un juez contencioso administrativo y solicitamos la suspensión de la prescripción hasta tanto el Estado argentino se presente y sea querellante contra los civiles que contrajeron fraudulentamente esta deuda. Así como en el actual gobierno hay toda una política para perseguir justicieramente a los civiles que participaron del proceso militar y del genocidio, desde el punto de vista del saqueo y la muerte de nuestros compañeros, también los responsables financieros de ese proceso deben pagar con sus bienes personales por el saqueo argentino.
-En este proceso de dar a conocer su libro y su investigación, ¿cuál ha sido la respuesta de la gente?-Primero no lo pueden creer y luego tiene lugar la indignación. Espero dar la movilización para que, por un lado, los movimientos sociales apoyen esta causa, porque aquí estamos librando una batalla cultural ante la resignación. Nos quieren imponer la resignación de que nada se puede hacer ya. Ante eso decimos: “Si se puede hacer” y no tenemos que inventar nada, las leyes están y dentro del marco jurídico podemos hacer justicia. La movilización popular es la única que nos puede ayudar.
Notas:1. Néstor Forero es doctor en Ciencias Económicas y se ha especializado en temas vinculados a la deuda externa. Realizó estudios ampliatorios y maestrías en economía, economía monetaria, cuentas públicas, impuestos nacionales, derecho tributario internacional, estrategia y filosofía medieval. Ha publicado los libros "Deuda externa y crimen social en Argentina" (2003) y "El saqueo de 1806. Valor actual del saqueo inglés" (2005) y “La matriz bicentenaria de dominación” (2008). Sus artículos han sido difundidos por periódicos y revistas, siendo actualmente un conferencista permanentemente invitado por Universidades y Sindicatos. Como único contador público independiente que asesora al juzgado que investiga la deuda externa argentina desde 1976 a la fecha este es su testimonio.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Medicina y Salud

“La medicina no solo debe curar enfermos sino enseñar al pueblo a vivir, a vivir en Salud y tratar que la vida se prolongue y sea digna de ser vivida”
Dr. Ramón Carrillo
1º Ministro de Salud de la Nación Arg

entina

martes, 20 de septiembre de 2011

Sin Remedio.

Domingo, 18 de septiembre de 2011

A la pildorita

Por Cristian Carrillo
pagina12.com.ar/diario/suplementos/cash

“Hoy existen desarrollos científicos que permiten salvarle la vida a un enfermo de sida. El paquete cuesta 12 mil dólares por año en los países desarrollados. La Fundación Clinton, la Fundación Gates y la Organización Mundial de la Salud (OMS) firmaron un acuerdo de producción masiva con ocho laboratorios de la India y lograron bajar el precio a 300 dólares. Esos son los márgenes que maneja la industria.” Con este ejemplo, el economista y asesor de la OMS, Bernardo Kliksberg, sintetizó a Cash la problemática de índole ética y económica que existe detrás del negocio de los grandes laboratorios. En el mundo, sólo diez empresas controlan casi el 60 por ciento del mercado de medicamentos, estableciendo precios monopólicos con el argumento de la propiedad intelectual.

La Argentina le ganó una batalla a esa concentración a partir de la ley de genéricos y la condición impuesta a los laboratorios de producir en el país aquellos medicamentos sobre los que pretendan una patente. Sin embargo, todavía quedan otras por librar. El trabajo para una mayor concientización en el uso de estas herramientas y la necesidad de seguir profundizando la sustitución de importaciones son algunas de éstas, para que se establezca el medicamento como “un bien social”, como se dispuso en la denominada ley Oñativia, de 1964.

La noción de monopolio intelectual deviene de la antigua Grecia, pero no fue utilizada hasta la Revolución Industrial británica, cuando los inventores de la máquina textil demandaron “protección”. Actualmente, las patentes alcanzan desde genes hasta fragmentos de ADN y líneas celulares humanas. “Como en otras áreas del sistema económico mundial contemporáneo, existe un lobby feroz que lucha a brazo partido para que las patentes duren el mayor tiempo posible, e incluso para que haya restricciones posteriores de algún tipo cuando se liberen”, señala Kliksberg.

En los países que cuentan con un sistema de patentes, las firmas farmacéuticas que descubren nuevos productos los ingresan en el mercado bajo un determinado nombre comercial o marca. Durante este período, las marcas originales son posicionadas fuertemente en el mercado y tanto médicos como farmacéuticos y consumidores se acostumbran a su utilización, dificultando el acceso de otros medicamentos similares, aun después de expirada la vigencia de las patentes.

El poder de mercado de las marcas se refleja en los precios. Los productos de marca son 11,5 veces más caros que los genéricos. En algunos casos excepcionales, la diferencia llega hasta 50 o 100 veces. Esto explica por qué las firmas farmacéuticas gastan mucho dinero en marketing y publicidad, y menos en desarrollo. Los recursos destinados a venta son de alrededor del 25 por ciento del costo total de los laboratorios, mientras que en desarrollo sólo los líderes mundiales alcanzan la mitad de ese guarismo.

Un estudio realizado por la Comisión Nacional de Programas de Investigación Sanitaria, el Estudio Multicéntrico, la Universidad Maimónides y el Instituto de Investigación de Ciencias Sociales de la Universidad del Salvador demostró que la utilización del nombre genérico involucra un ahorro de 660 millones de pesos al año. “Esta realidad debilita el argumento que los patentistas a ‘ultranza’ utilizan para justificar el monopolio de la explotación y los altos precios”, señala el ex ministro de Salud, Ginés González García, y las economistas Catalina de la Puente y Sonia Tarragona en el libro Medicamentos, Salud, Política y Economía.

La imposición por conservar esta modalidad de negocios proviene de los grandes laboratorios multinacionales, que a pesar de la crisis financiera internacional mantienen una tasa de ganancia superior al 20 por ciento, siendo la industria más rentable de Wall Street. Paradójicamente, Estados Unidos fue uno de los principales países en establecer un mercado integral de genéricos. “Las drogas genéricas hacen que la salud americana sea mucho más accesible”, aseguraba en octubre de 2002 el entonces presidente estadounidense George W. Bush. Sin embargo, como toda la política de ese país, mantiene estándares internos y externos bien diferentes. Centroamérica es un ejemplo de ello: los medicamentos genéricos no pueden penetrar en esos países porque las condiciones de firma de tratados comerciales bilaterales con los Estados Unidos se lo impiden.
Nuevas recetas

“En la Argentina, durante la administración de Ginés González García en Salud, se libró una dura batalla, y se ganó. Hoy los medicamentos genéricos son obligatorios en las recetas médicas. Los médicos tienen que prescribirlos de esa forma”, indica Kliksberg, aunque muchos profesionales no lo cumplen. La Argentina junto con Brasil y Uruguay son los únicos países donde existe esa obligatoriedad. El programa de distribución gratuita de medicamentos Remediar es, además, uno de los más importantes del mundo en cuanto a volumen de entrega. Por su parte, en los primeros meses de la presidencia de Néstor Kirchner se avanzó sobre otro punto neurálgico de esta industria: las patentes se otorgan al laboratorio bajo la condición de que produzcan el medicamento en el país. “Fue un lobby tremendo. Recibimos muchos ataques por parte de las industria extranjera y local”, recuerda el ex ministro Ginés González García en diálogo con Cash.

Durante la década del ’90 se inició una primera instancia del debate que enfrentó a los laboratorios nacionales con las multinacionales. La disputa giró en torno de la cláusula de fabricación local –que no aparecería hasta diciembre de 2003–, los riesgos de las licencias compulsivas y la posibilidad de una suba en los precios. Hasta ese momento, las empresas locales se habían limitado a copiar y comercializar innovaciones producidas en los países centrales. “Los laboratorios plagian las fórmulas de los medicamentos y los comercializan al mismo precio, siendo sus ganancias mayores que las de los inventores, por el hecho de no haber invertido recursos en investigación y desarrollo”, fue la defensa que esbozó Pablo Challú, ex directivo de Cilfa (cámara de los laboratorios nacionales), y actual secretario de la Unión Industrial de la provincia de Buenos Aires.

Con la Ley de Patentes –que fue aprobada en 1995 y entró en vigencia en octubre de 2000– se les aseguró a las corporaciones transnacionales ampliar su cuota de mercado, vendiendo medicamentos en exclusividad o cobrando royalties a empresas locales. Esa norma sólo amplió el diferencial de precios, mientras que los grandes laboratorios se dedicaban a importar los medicamentos. De las 40 compañías extranjeras que operaban en el país hasta 2002, quince se dedicaban exclusivamente a importar productos. Las compras externas pasaron de un 12 por ciento en 1992 a 43 por ciento diez años después. La ley generó así una sustitución de los productos locales por más importaciones.

La crisis socioeconómica de 2001 produjo un fuerte cimbronazo en toda la estructura productiva del país, arrastrando también al sistema sanitario al borde del colapso. La gente con escasos recursos no podía acceder a los medicamentos. En ese momento se lanza la Ley de Genéricos y el plan Remediar, que lograron estabilizar el mercado, permitiendo a los laboratorios locales recuperar parte del terreno perdido en los ’90. Ambas medidas dieron cobertura a 54 presentaciones, que representaban el 80 por ciento de las consultas médicas. “La ley de prescripción por nombre genérico mejoró el acceso porque hizo bajar los precios. Pero es una batalla permanente de concientización”, señaló González García. En cuanto al plan Remediar, el ex ministro y actual embajador argentino en Chile aseguró que no existe otro ejemplo de “esa envergadura”. “Alcanza a unos 15 millones de personas y su costo anual para el Estado nacional es de 2 dólares por habitante”, apuntó.
Made in Argentina

El mercado de fármacos argentino es uno de los más importantes del mundo en cuanto a abastecimiento interno y consumo. Es el cuarto país a nivel mundial en consumo de medicamentos por habitante, con un promedio de 186 dólares anuales. También es uno de los cuatro que mantienen más de la mitad de la demanda local abastecida por laboratorios locales. Sin embargo, la recuperación sostenida de la industria nacional no se dio hasta la modificación de la Ley de Patentes, que se produjo en diciembre de 2003. Esta norma dispuso que para extender una patente por veinte años, los laboratorios deben producir ese nuevo producto en el país. La modificación contempla desde una carga de prueba hasta el patentamiento de microorganismos, patentes transitorias y la protección de datos de pruebas contra un uso comercial ilegal u otras variantes. En la práctica, este cambio, que sólo figura en la legislación de Brasil y Uruguay, impidió que los laboratorios extranjeros desplacen sus plantas a países con menor costo de producción.

“Brasil sacó la Ley de Patentes dos años después que la nuestra (1995) y allí obliga a producir todo lo que se consume dentro de su territorio. Esto condujo a una fuerte migración al país vecino”, señaló a este suplemento un directivo de Cilfa. Actualmente, la tendencia se revirtió. Incluso se informó en las últimas semanas que un laboratorio estadounidense se radicará en la Argentina para producir medicamentos que luego venderá en su país de origen. También hubo intenciones de compra de firmas locales. La multinacional Roche llegó a ofrecer 2400 millones de dólares por Roemmers. Antes, Roemmers había adquirido las plantas de Roche en el año 2000. Este laboratorio nacional no tiene invento patentado, pero sí una enorme fuerza de venta doméstica. Rechazó la propuesta, en tanto que adquiría las instalaciones de Brystol Myers Squibb (2005) y las de Valeant (2008).

La industria logró desde 2003 una fuerte recuperación. Las exportaciones muestran una tendencia creciente y las empresas están diversificando destinos. Existen 230 laboratorios registrados y 110 plantas industriales. Los diez primeros laboratorios explican el 42 por ciento de las ventas. La actividad registra un importante déficit estructural. La producción nacional fue de 3466 millones de dólares en 2010, de los cuales se exportaron 691 millones. El consumo interno es de 4341 millones de dólares y las importaciones ascendieron a 1566 millones. De esta manera, el 58 por ciento del mercado doméstico se abastece de laboratorios nacionales. La industria farmacológica local tiene una estructura transformadora moderna, siendo importados los principios activos, principalmente de China e India. En los últimos años, la industria pudo aumentar 116 por ciento los envíos de estas materias primas, aunque crecieron en un 229 por ciento las importaciones de medicamentos.

Los laboratorios de capitales nacionales mantuvieron su participación a través de estrategias de concentración y de alianza con multinacionales. Esto mantiene una estructura de poder de las grandes compañías que, en su mayoría, prefieren importar los productos antes que producirlos en el país. A esta situación se suma además el impacto en los consumidores de la imposición mediática de sus marcas. Esta batalla es librada en el campo de la publicidad. Numerosos trabajos han demostrado los efectos de la publicidad sobre las prescripciones y los consumidores, generando un patrón de comportamiento de la demanda bastante alejado de las necesidades reales. Además de la pelea cultural para sortear el bombardeo mediático, también deben llevarse a cabo medidas tendientes a desconcentrar el sector y fomentar la producción local. “El Estado generó un mercado interno del orden de 4400 millones de dólares, por lo que ese mismo Estado va a exigir ahora producción en territorio”, sostuvo la ministra de Industria, Débora Giorgi. En esa línea, en julio último, el Congreso promulgó una ley que declara de interés nacional la investigación y producción pública de medicamentos, vacunas y productos médicos. El objetivo es promover el acceso a medicamentos y propiciar el desarrollo científico y tecnológico. La medida se encuentra en análisis del Ministerio de Salud para su reglamentación. “No puede ser que el mercado sea el único motor para la invención y el conocimiento porque, de ser así, no habrá investigación en enfermedades de pobres”, sentenció González García

viernes, 16 de septiembre de 2011

60 % de las muertes por ECNT

De acuerdo con un estudio de la Organización Mundial de la Salud, las enfermedades no transmisibles, como las cardiovasculares o respiratorias, se han convertido en la principal causa de mortandad en todo el mundo.
Para la OMS, el causante de esta situación no es más que el estilo de vida que lleva la mayoría de las personas en el mundo, hábitos como el sedentarismo y el consumo de comida insana.
Según el informe presentado, las enfermedades no transmisibles son las causantes de más del 60 por ciento de las 57 millones de muertes que hubo en el mundo durante 2008.
El porcentaje de muertes por enfermedades no transmisibles quedó de la siguiente manera, según datos presentados por la OMS: Enfermedades cardiovasculares, 48%; Problemas respiratorios, 12%; Cáncer, 12%; Diabetes, 3%.
Para la OMS, la dieta es un factor muy importante para el alza de estas enfermedades, ya que ahora se consume más azúcar que antes, además de grasas saturadas y sal, que en grandes cantidades son generadoras de problemas como el alza de los niveles de azúcar y colesterol en la sangre, además de enfermedades como hipertensión arterial.
Además, el índice de masa corporal se ha duplicado en los últimos treinta años, además de que los índices de sobrepeso han aumentado dramáticamente en muchos países del mundo. De tal manera que los decesos por estas enfermedades ocurrieron en personas menores de 60 años, y un 90 por ciento de éstas ocurrieron en países de bajos ingresos.
Una de las razones para el aumento de muertes prematuras en países en desarrollo es que con dichas economías es más difícil llevar una dieta sana y resulta más barato comer comida saturada en grasas, sales y azúcares, indica la OMS.
Por su parte, Douglas Betcher, director de la Iniciativa anti-tabaco de la OMS, indicó que este tipo de enfermedades colapsan los servicios médicos de los gobiernos, ya que su atención significa un gasto de millones de dólares, así que consideró urgente apurar el avance en la prevención de estas enfermedades.
Los sistemas de salud luchan por reducir el impacto de las patologías cardiovasculares, el cáncer, las enfermedades respiratorias crónicas y la diabetes. La ONU realizará una cumbre en Nueva York con especialistas de todo el mundo.
De la Redacción de El Litoral
area@ellitoral.com
Las cuatro enfermedades no transmisibles principales —cardiovasculares, cáncer, enfermedades pulmonares crónicas y diabetes— matan a tres de cada cinco personas en el mundo, y causan un gran daño socioeconómico, en especial en los países en desarrollo. Por eso, el 19 y 20 de septiembre se realizará en Nueva York la Cumbre de las Naciones Unidas sobre las Enfermedades No Transmisibles (ENT).
En la Argentina, la mala noticia es que empeoraron los indicadores de los factores de riesgo de las ENT, según la Encuesta Nacional de Factores de Riesgo que realizó el Ministerio de Salud de la Nación en el 2009.
Las cifras preocupan. El 53,4% de la población adulta tiene exceso de peso, el 54,9% realiza actividad física insuficiente y sólo el 4,8% de la población consume la cantidad de frutas y verduras diarias recomendada por la OMS.
El consumo de tabaco, aunque disminuyó, sigue siendo uno de los más alto de América, con un 30% de la población adulta fumadora. Y el consumo de sal promedio es de 12 gramos por día, cuando se recomienda 5 gramos, como máximo. Esta es una de las causas de que un tercio de los argentinos sean hipertensos (se estima que esta es la causa de muerte de 50.000 argentinos por año).
A nivel global, las enfermedades no transmisibles son la principal causa de mortalidad y discapacidad. Representan alrededor del 60% de todas las causas de muerte y son responsables del 44% de los fallecimientos prematuros en el mundo (alrededor de 35 millones de muertes anuales, de las cuales el 80% se producen en países de bajos y medianos ingresos).
La OMS estima que las muertes debidas a las ENT aumentarán un 17% en los próximos diez años en todo el mundo. En 2008, sólo el cáncer fue la causa de 7,6 millones de muertes, esta cifra es más que el VIH/Sida, la malaria y la tuberculosis juntos. A pesar de esta situación, las ENT sólo reciben el 0,5% de los fondos destinados a la asistencia global al desarrollo.
La prevención es clave
Los cuatro factores de riesgo más importantes de las ENT son el uso de tabaco, los hábitos alimentarios inadecuados, el sedentarismo y el abuso de alcohol, todos ellos determinantes sociales evitables y prevenibles.
- En el caso del cigarrillo, se calcula que aproximadamente 6 millones de personas mueren como consecuencia del consumo de tabaco y la exposición al humo de tabaco ajeno. Hay estudios que estiman que fumar causa el 71% del total de los casos de cáncer al pulmón, el 42% de las enfermedades crónicas respiratorias y casi el 10% de las enfermedades cardiovasculares.
- La falta de actividad física es otro problema grave. Las personas que no realizan actividad física tienen entre un 20% y un 30% de mayor riesgo de mortalidad, especialmente por aumento del riesgo de hipertensión arterial, enfermedades cardiovasculares, diabetes, cáncer de mama y colon y depresión.
- La mala alimentación aumenta la prevalencia de ENT por mecanismos tales como el aumento de la presión arterial, la glucemia, las alteraciones del perfil de lípidos sanguíneos, el sobrepeso y la obesidad. Aunque las muertes por ENT se dan principalmente en la edad adulta, los riesgos asociados a las dietas malsanas comienzan en la niñez y se acumulan a lo largo de toda la vida.
- Unas 2,7 millones de muertes anuales son atribuibles a una ingesta insuficiente de frutas y verduras, según la Organización Mundial de la Salud. Asimismo, el alto consumo de grasas saturadas y trans está relacionado con enfermedades cardiovasculares.

Tabaco. En la Argentina, el 30% de los adultos fuma. Es uno de los más altos del continente y un grave problema de salud pública. Foto: Archivo/Mauricio Garín 54,9 por ciento de los argentinos no realiza suficiente actividad física. El 53,4 de la población adulta tiene exceso de peso.
12 gramos diarios. Ésa es la cantidad de sal promedio que se consume en el país por habitante. Es más del doble de lo que recomienda la OMS.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Determinantes sociales en enfermedad cardiovascular

Determinantes políticos de los determinantes sociales de salud

Epi + demos + cracy: Linking Political Systems and Priorities to the Magnitude of Health Inequities—Evidence, Gaps, and a Research Agenda
Jason Beckfield and Nancy Krieger
Epidemiologic Reviews. Oxford Journals
http://epirev.oxfordjournals.org/content/31/1/152.full
Abstract

A new focus within both social epidemiology and political sociology investigates how political systems and priorities shape health inequities. To advance—and better integrate—research on political determinants of health inequities, the authors conducted a systematic search of the ISI Web of Knowledge and PubMed databases and identified 45 studies, commencing in 1992, that explicitly and empirically tested, in relation to an a priori political hypothesis, for either 1) changes in the magnitude of health inequities or 2) significant cross-national differences in the magnitude of health inequities. Overall, 84% of the studies focused on the global North, and all clustered around 4 political factors: 1) the transition to a capitalist economy; 2) neoliberal restructuring; 3) welfare states; and 4) political incorporation of subordinated racial/ethnic, indigenous, and gender groups. The evidence suggested that the first 2 factors probably increase health inequities, the third is inconsistently related, and the fourth helps reduce them. In this review, the authors critically summarize these studies’ findings, consider methodological limitations, and propose a research agenda—with careful attention to spatiotemporal scale, level, time frame (e.g., life course, historical generation), choice of health outcomes, inclusion of polities, and specification of political mechanisms—to address the enormous gaps in knowledge that were identified.

Key words
democracy epidemiology health status health status disparities politics public health social class socioeconomic factors
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INTRODUCTION

Epi + demos + cracy
The terms “epi + demos + cracy” together lend themselves to the study of how political systems and priorities shape population health and the magnitude of health inequities. After all, epi (“upon”) + demos (“the people”) are the roots of “epidemic” (i.e., a disease outbreak that falls upon everyone) (1, 2) and demos (“the people”) + -cracy (“politically who rules”) (2) refers to a particular kind of political system. That links existed between these 2 concepts was apparent even in the 5th century BCE in ancient Greece, when these terms were coined (1–5). The classic Hippocratic treatise on “Airs, Waters, Places,” for example, famously asserted that the Europeans—and especially Greeks—were healthier and more vigorous than the inhabitants of Asia, with 1 “contributory cause” stated to be that, for Asia, “the greater part is under monarchical rule,” whereas in Europe, the people “are not subject races but rule themselves and labour on their own behalf” (1, p. 160). Moreover, within the context of Greek democracy (which, by contemporary standards, was not particularly democratic, since only free male citizens (less than 10% of the population) could vote; free women, metics (foreign residents), and slaves were not enfranchised (3–5)), the Hippocratic writings likewise recognized that those with power, property, freedom, and leisure had better health than “the mass of people who are obliged to work,” who “drink and eat what they happen to get” and so “cannot, neglecting all, take care of their health” (5, p. 240). In other words, awareness that political systems and social position affect health is an ancient, not new, idea.

Jump to the 21st century CE, and a new round of critical epidemiologic research, concerned with the societal determinants of health, is exploring links between bodily health and the body politic, drawing on a rich body of recent literature that has theorized about connections between political rule and population health (6–21). At issue is how societal conditions—and especially social inequality—become embodied, thereby shaping population distributions of health: both overall rates of disease, disability, and death and the patterning and extent of health inequities (7). To date, much of this research has been concerned with associations—and ultimately causal connections and biologic pathways—between individual-level data on 1) social position (especially in relation to social class, race/ethnicity, and gender) and 2) health status. Within the past decade, however, new work, partly informed by recent developments in multilevel frameworks and methods (22, 23), has begun to consider how contextual factors such as political systems and government policies drive population health and health inequities (6, 8–13, 15–17, 21, 24–33).

However, epidemiologists are not alone in asking these questions. In the social sciences, a new and growing body of work is investigating links between political systems, policies, and population health (25–27, 29, 30, 34–44). Building on an enormous and well-developed body of social science literature regarding different types of political systems, social processes, and (especially) social inequalities (34, 45–57), along with older and more general theoretical work that considered a narrower range of political determinants and health outcomes and paid less attention to health inequities, 1 line of this work has called for greater attention to the societal policies, relations, and processes that are behind the social categories used to study health inequities in epidemiologic research (e.g., socioeconomic position, race/ethnicity, gender, sexuality). Its orientation is in contrast to the more conventional epidemiologic approach of treating these categories and social relations as static “risk factors” construed as properties of individuals (58). Another line, concerned with the political economy of health, focuses on how different types of state structures and political and economic systems and institutions affect population well-being, including health inequities (38, 42, 43, 59, 60), albeit with relatively little direct attention to biologic pathways of embodiment.

To date, these 2 bodies of literature, despite common interest in population health and health inequities, have rarely engaged directly. To advance—and better integrate—the work, we accordingly have prepared a critical review of empirical research linking political systems and priorities to the magnitude of health inequities, drawing on our respective fields of political sociology and social epidemiology. In this paper, we focus on the conceptual frameworks informing this research, the substantive findings to date, and the next steps needed for developing a research agenda to address extant gaps in knowledge, so as to provide a better basis for redressing health inequities between and within polities.

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FROM THEORY TO HYPOTHESIS: FRAMEWORKS FOR ANALYZING LINKS BETWEEN POLITICAL ECONOMY AND HEALTH INEQUITIES

To situate our review of the empirical literature, we start by briefly summarizing the relevant theories that informed our approach. Because we believe that readers of Epidemiologic Reviews are likely to be more familiar with the social epidemiology theories than the political sociology theories, we devote less attention to the former and more to the latter.

Social epidemiology
As reviewed in recent publications (61, 62), social epidemiology offers a wealth of frameworks and models to guide empirical research on the societal determinants of health and of health inequities—often including, in a very broad manner, the impact of political systems and priorities. In particular, the ecosocial theory of disease distribution, introduced by Krieger in 1994 (63) and elaborated upon since (7, 62, 64), has provided a means for conceptualizing the myriad ways social inequality, including class, racial, and gender inequality, becomes biologically embodied, thereby creating health inequities. At issue are the cumulative interplay of exposure, susceptibility, and resistance, at multiple levels, across the life course. The specific forms of these pathways of embodiment are filtered via the prevailing political economy and political ecology. Two corollaries are that 1) population health and health inequities must be analyzed in societal, historical, and ecologic context, and 2) neither the forms of social inequality nor their associations with health status are “fixed” but instead are historically contingent. Moreover, recognizing the interplay between the embodied facts of health inequities and how they are conceptualized, ecosocial theory also calls attention to accountability and agency, both for social inequalities in health and for ways they are—or are not—monitored, analyzed, and addressed.

A model recently prepared by the World Health Organization Commission on the Social Determinants of Health (65) is similarly concerned with how population health is shaped by what it terms the “socioeconomic political context.” This context is posited to generate the structural determinants of health, defined as including “governance,” “macroeconomic policies,” “social policies (labor, housing, land),” “public policies (health, education, social protection),” and “cultural and societal values.” These structural determinants are held to work through and along with socioeconomic position (involving not only education, occupation, and income but also class and access to resources, power in relation to political context, prestige, and discrimination), gender, and “ethnicity (racism)” to affect intermediary determinants (e.g., material circumstances, behaviors and biologic factors, psychosocial factors), which in turn “impact on equity in health and well-being” (65, p. 48).

Thus, common to the social epidemiologic perspectives are concerns with 1) political context, 2) health inequity, and 3) the biologic pathways by which societal conditions become embodied, in relation to time, place, and history, including life course and age-period-cohort effects. At issue is how power and material resources, operating at different levels and in diverse domains, affect population distributions of health. Social epidemiologic frameworks accordingly set the basis for hypothesizing that different types of polities would have different health profiles, including different magnitudes of health inequities.

Political sociology
At the intersection of sociology and political science, political sociology has developed conceptual and analytical tools for understanding the “political context” that regularly appears in frameworks drawn from social epidemiology. At issue are various intersections of the state and civil society (66, 67), including the “welfare state” or the set of “social rights of citizenship” (68), such as family benefits, health insurance, pension provisions, unemployment insurance, housing allowances, and welfare payments; engagement with other formal political institutions; and social movements.

Below and in Table 1 we briefly describe key features of 4 predominant theoretical frameworks used in political sociology that address social inequality directly: 1) “welfare regimes,” 2) “power constellations,” 3) “varieties of capitalism,” and 4) “political-institutionalism of inequality.” While each of these theories views welfare states as systems of stratification, they differ in their analysis of the causal processes that generate social inequality. In Table 1, we provide examples of the types of hypotheses each of these theories (and related theories pertaining to social movements) could propose regarding links between political systems and health inequities.

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Table 1.
Political Sociology Theoretical Frameworks for Analyzing Political Determinants of Health Inequities: Tenets, Hypotheses, and Data Needs

One influential political-sociologic approach is the “welfare regime” framework developed by Esping-Andersen (69) in 1990, which posits the existence of “3 worlds of welfare capitalism”: liberal, social democratic, and conservative. Distinctions pertain to the degree to which each regime decommodifies labor by making it possible to maintain a socially acceptable standard of living without reliance on the market. The fundamental insight of this approach is that social inequalities do not emerge “naturally” from the market but are instead politically constructed. According to this framework, liberal welfare states (where the “liberty” in “liberal” refers to the political prioritizing of “free markets”), such as the United States, do little to reduce poverty or inequality, while social democratic welfare states, such as Sweden, reduce poverty and inequality dramatically by providing a wide range of social services, and conservative welfare states, such as Germany, provide relatively generous social services and welfare benefits but deliver them in ways that reinforce existing patterns of social inequality (e.g., gender roles in the family). New research has updated and revised Esping-Andersen's regime scheme, contrasting “social market economies” (combining generous social provisions with coordinated business-interest representation and strong labor unions) with “liberal market economies,” with the former outperforming the latter in reducing inequality, without sacrificing economic growth and jobs (51, 56). For definitions of many of the central terms in the welfare-regimes literature, see the recent glossary by Eikemo and Bambra (12).

Like the “welfare regimes” approach, the “power constellations” approach theorizes about the causes and effects of the welfare state, but here political parties are the central determinant of social welfare policies (55, 70, 71). Power constellations theory views social democratic parties, Christian democratic parties, and social movements as engines of distinct welfare-state trajectories, with research demonstrating that party incumbency directly and indirectly affects a country's level and type of social inequality. While the key causal mechanism in the power constellations approach is the political party, social movements (e.g., labor, feminist, tax-revolt) also play a role in party formation and formal political participation. A key contribution of social movements theory is identification of the conditions for societal impacts of movements (72–74).

In sharp contrast to both the regimes and constellations frameworks is the “varieties of capitalism” institutionalist tradition (54, 75), which focuses on the role of employers and employees in welfare politics and policy within the context of international market competition. The key taxonomic distinction is between “coordinated market economies” like Germany and Sweden and “liberal market economies” like the United States and the United Kingdom, where the former is more likely to protect employees’ and employers’ investments in specific skills, a priority that involves coordinated wage bargaining and which simultaneously produces less wage inequality but also (usually) more occupational gender segregation (76, 77).

An emergent political-institutional approach in turn considers how policy domains not typically considered in welfare-state analyses, such as the penal system and the education system, also have implications for inequality (78, 79). Research motivated by this framework, for instance, has investigated how increasingly punitive prison policy in the United States has led to increased antiblack discrimination in the labor market (80), felon disenfranchisement and decreased political participation among blacks (81), and increased black-white wage inequality (82).

Common to all 4 theories is recognition that, as Lundberg (6) and others (83–86) have noted, the state is not a unitary actor, such that it is dangerous to assume a perfect correspondence between, for instance, a welfare regime on the one hand and health policy on the other (43). Even so, all 4 theories, combined with those of social epidemiology, provide good grounds for theorizing that types of states and their political priorities should be causally linked to the magnitude of health inequities. To consider whether these predictions actually hold, we next consider the empirical evidence.

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METHODS

Our review objective was to locate articles that empirically investigated and tested hypotheses regarding within- and between-country comparisons of health inequities in relation to political systems, political economy, and changes in politics and policies. To locate articles for inclusion in this review, we searched the ISI Web of Knowledge database, version 4.3, with “all databases” (Thomson Reuters, New York, New York; http://apps.isiknowledge.com.ezp1.harvard.edu/) and the PubMed database (US National Library of Medicine, Bethesda, Maryland; http://www.ncbi.nlm.nih.gov/sites/entrez) between May 27 and June 7, 2008. The ISI Web of Knowledge database includes works published since 1900; the PubMed database includes works published since 1948. Topic keywords common to all searches were 1) “epidemiology” and 2) “[health and (inequalities or inequality or inequities or inequity or disparities or disparity)].” Additional terms included “welfare and state,” “political and economy,” “social and policy,” “structural,” “trends,” “political and change,” “democratization,” “democracy,” “globalization,” “policy,” “politics,” “neoliberalism,” “retrenchment,” “stratification,” “class and differences,” “international,” “cross-national,” “cross-country,” and “human and rights.”

Searching on these keyword permutations yielded a total of 12,237 records (not mutually exclusive; the original searches were conducted by N. K. and replicated exactly by J. B.). The majority of these focused on socioeconomic health inequities, overall and sometimes by gender or race/ethnicity (especially studies from the United States and New Zealand). Initial review of abstracts by N. K. yielded 1,730 articles that potentially were relevant. N. K. and J. B. then together reviewed these 1,730 abstracts and identified 45 that met 1 or both of the inclusion criteria; that is, they either:

explicitly and empirically tested for changing trends in the magnitude of health inequities in relation to an a priori hypothesis relating these to political changes, or

explicitly and empirically tested for significant cross-national differences (cross-sectional or over time) in the magnitude of health inequities in relation to an a priori political hypothesis.

In accord with our inclusion criteria, we excluded 2 types of studies also concerned with political systems and population health, as summarized in the Web Table (which is posted on the Epidemiologic Reviews Web site (http://epirev.oxfordjournals.org/)): 1) descriptive studies that did not explicitly test political system hypotheses and 2) descriptive and analytic studies focused on overall population health (as opposed to the magnitude of health inequities). We did, however, draw on these studies and other relevant literature (24–33, 38, 41–44, 59, 62, 65, 87–90) to inform our analysis of the selected articles.

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RESULTS

Tellingly, the 45 studies included in Table 2 were all published between only 1992 and 2008, despite our search of databases extending back to 1900. This new, small body of literature clusters around 4 central political factors: 1) the transition from a command economy to a capitalist economy; 2) neoliberal restructuring of economic regulations; 3) welfare states and welfare regimes; and 4) the political incorporation of subordinated racial/ethnic and indigenous groups and women. None explicitly tested hypotheses pertaining to the impact of social movements on the magnitude of health inequities.

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Table 2.
Results From Quantitative Studies (n = 45) Analyzing Whether Variation in the Magnitude of Health Inequities Is Associated With Variation in Political Systems or Priorities, 1992–2008

Before summarizing the key findings of each of these 4 emerging lines of research, we first note that, with regard to outcomes, 25 of the 45 studies (56%) focused on all-cause or cause-specific mortality, 3 (7%) on life expectancy, 14 (31%) on self-rated health or long-standing limiting illness, 2 (4%) on health behaviors, and 8 (18%) on other health status outcomes (with some studies including more than 1 type of outcome). Additionally, as is summarized in the last set of columns in Table 2, 21 (47%) considered multiple dimensions of inequality (“MDI”) in relation to either determinants or outcomes, 19 (42%) investigated the possibility of contradictory effects (“CE”) on health inequities, 10 (22%) employed a life-course (“LC”) approach or tested for lagged effects, 6 (13%) included measures of the mechanisms (“MM”) hypothesized to connect political input to health inequities, 26 (58%) assessed both relative and absolute (“RA”) health inequities (with the remainder typically focusing only on relative inequities), and 17 (38%) employed a multilevel (“ML”) framework or analysis. Only 1 study addressed birth cohort effects. Moreover, 38 of the 45 articles (84%) focused on countries in the “global North”—that is, European nations (Western, Northern, Southern, and Eastern), North American nations (United States and Canada), New Zealand, Australia, and Japan.

Transition to capitalism
Among the 9 studies testing the hypothesis that (class-based) health inequities would grow during the period immediately following a transition to capitalism (a variant of hypothesis 1.3 in Table 1), 8 found supportive evidence pertaining to growing relative or absolute education-related health inequities (Table 2). Outcomes for these 8 studies included: for Russia, overall and cause-specific mortality (91), with 1 study finding evidence against the hypothesis that this was driven by growing inequality in alcohol consumption (92); and, for Poland, East Germany, Estonia, the Czech Republic, and Lithuania, premature mortality (93), unhealthy housing conditions for children (94), life expectancy (95, 96), birth weight and preterm delivery (97), and all-cause mortality (96, 98). The 1 study with negative findings focused on self-rated health in Estonia, Latvia, and Lithuania, with Finland serving as a control (99).

Neoliberal restructuring
Eight studies listed in Table 2 tested hypotheses regarding the health inequities impact of the neoliberal (market-oriented) political and economic reforms of the 1980s and 1990s (per hypotheses 1.3, 2.1, and 2.2 in Table 1). Four of these focused on mortality—of which 3 found that neoliberal reforms were associated with increased health inequities, including 2 New Zealand studies on education- and income-based relative disparities in adult mortality rates (100) and child mortality (101) and a US study on relative and absolute income and racial/ethnic inequities in premature mortality and infant mortality (102). By contrast, 1 study found that, at least for premature mortality, relative health inequity in New Zealand during its period of neoliberal reform did not increase more than it did in Denmark, Finland, and Norway (103). Among the 4 studies that focused on nonmortality outcomes, 1 in New Zealand found evidence of post-neoliberal reform increases in Maori-European relative and absolute inequality in the dental caries experience of children (104), whereas the 3 studies with self-rated health as the outcome, all Scandinavian, found stable education- and gender-based relative and absolute inequalities during the period of neoliberal reforms, as evident in Sweden (105), Norway (106), and Finland (107).

Welfare state
Investigations concerned with the implications of the welfare state for health inequity comprised the bulk of the studies in Table 2 (23 of 45; 51%) and offered deeply divergent findings. Underscoring the possibility of different effects of “welfare state” arrangements (i.e., social rights conferred on the basis of citizenship rather than market position) on health inequities, we categorized these 23 studies according to 3 themes: 1) the effect of the health system itself on health inequities (9 studies); 2) the effect of welfare-state policy domains that lie outside health insurance, the medical system, and public health (11 studies; 10 as listed under this subheading, plus the study by Krieger et al. (102)); and 3) the effect of welfare regime type on health inequities (3 studies).

Among the 9 studies on the effect of the health-policy dimension of the welfare state, 5 provided evidence that enhancement of welfare-state provisions reduced relative health inequities: 1) 2 studies using Canadian data linking establishment of Canada's national health insurance plan to decreased income-based relative inequities in mortality due to conditions amenable to medical treatment (108, 109); 2) an investigation showing that increased public health spending in poor countries was associated with decreasing relative wealth inequality in child mortality (110); and 3) 2 Brazilian studies documenting that expansion of health-related infrastructure investments brought down relative and absolute economic inequality in infant and child mortality (111, 112). A sixth study, however, found that establishment of the Australian national health care system was simultaneously associated with increased relative—but decreased absolute—socioeconomic inequalities in avoidable mortality (113), while a seventh study observed that education-based inequality in acquired immunodeficiency syndrome mortality remained stable after highly active antiretroviral therapy was made freely available in Barcelona, Spain (114). Additionally, 2 studies that focused on Western Europe, where the welfare state has seen its most advanced expression, reported that enhancement of welfare-state health systems did not translate to reduced health inequities: 1 in Norway, on postneonatal mortality (115), and 1 comparing class inequality in infant mortality in the United Kingdom and Sweden (116).

Conversely, among the 11 European and US studies concerned with whether welfare-state policies outside the health domain counteract the effects of the market and other social forces in producing health inequality (Table 2), 5 investigations offered suggestive evidence that strong welfare states and generous social policies can dampen social inequities in health. First, a US study found that relative and absolute socioeconomic inequities in premature mortality and infant mortality, especially among populations of color, were at their lowest following the 1960s “War on Poverty,” the enactment of civil rights legislation, and the growth of the US welfare state, with these gains being reversed by subsequent neoliberal reforms (102). Second, in a cross-national comparative study, Olafsdottir (42) reported that current relative socioeconomic inequalities in self-rated health are lower in social democratic Iceland than in the United States. A third study documented that relative education- and income-based health inequalities grew less in Nordic countries than elsewhere in Europe (117). Finally, 2 Swedish studies found protective effects of the welfare state on infant and maternal health (118, 119). Even so, 2 European studies found that countries with different degrees of welfare-state provisions nevertheless had similar patterns of health inequities: 1 investigation compared 11 European countries on 4 measures of morbidity and observed that the Nordic countries did not have less relative education-based health inequality than the remaining non-social-democratic states (120), while in another, investigators reported that the magnitudes of health inequities for single mothers versus married mothers were similar for self-assessed health and limiting long-standing illness in Finland and Britain, despite the 2 countries’ different policy provisions for single mothers (121, 122). Additionally, investigators in 3 studies reported increases in health inequities following expansion of the welfare state in Spain (123), Finland (124), and Norway (125).

Only 3 studies, all based in the global North, explicitly tested hypotheses regarding the impact of welfare regime type on health inequality (per hypotheses 1.1–1.4 in Table 1). All 3 focused on education- and class-based relative or absolute inequities in self-rated health, limiting long-standing illness, or self-reports of physical functioning. In 1 study, investigators reported that associations between affluence and health were greater in liberal welfare states (e.g., the United States and the United Kingdom) than in social democratic (e.g., Sweden) and conservative (e.g., Germany) welfare states (126); in another, by contrast, researchers found that relative education-based health inequities were highest in both Southern Europe and, surprisingly, Scandinavia (29); and in the third, investigators reported that the observed relative class-based health inequities were more similar across regimes for men than for women (127).

Political incorporation of subordinated groups
Finally, only 7 studies examined whether political incorporation was associated with the magnitude of health inequities (per hypotheses 2.4 and 5.1–5.4 of Table 1), of which 6 found that—assuming use of an appropriately long time frame—increased political incorporation was associated with reductions in relative and in some cases absolute health inequities. With regard to racial/ethnic inequities, the previously mentioned US study found sharp reductions following the 1960s “War on Poverty” and enactment of civil rights legislation (102). By contrast, investigators in 2 studies reported that the dismantling of apartheid in South Africa in the post-1990 period was not associated with reductions in racial/ethnic inequities in physical growth in infancy or infant mortality (128, 129); in a third study, expanding the time frame back to 1970 showed that racial/ethnic disparities in South African infant and child mortality have declined (130). In the case of indigenous populations, research in New Zealand found that Maori-European relative and absolute health inequities widened following neoliberal reforms (104) and also that Aboriginal health disparities in Australia grew during a period of policy inattention (131). Additionally, in the case of gender, 1 recent analysis of 61 countries found that gains in women’s political representation (e.g., election of women to the national parliament) were associated with lower rates of femicide (conceptualized as an extreme form of patriarchal repression) (132), and a separate analysis of 51 countries reported that increases in female autonomy and maternal education reduced socioeconomic inequalities in child mortality (133).

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DISCUSSION

Our central finding is that while there is no simple or single relation between type of state, political priorities, and the magnitude of health inequities, there nevertheless are common threads. Among these are: 1) the transition to capitalism (as observed in the 1980s and 1990s in Central and Eastern Europe) has probably expanded relative education-based health inequities; 2) neoliberal (market-oriented) reforms have either exacerbated or entrenched existing relative and absolute health inequities, and certainly have not reduced them; 3) within wealthy nations, the association between the type of welfare state and the magnitude of health inequities appears to be weak, especially for education-based inequity; and 4) democratic incorporation, if considered in relation to a long time frame, can lead to reduced relative and absolute health inequities.

Considered together, these modest results from this new literature imply that major changes to the status quo (and cross-polity differences in the status quo) can affect the magnitude of health inequities, for bad and for good. They also hint that determinants of the magnitude of health inequities may differ for rich societies versus poor societies, with the caveat that research comparing a large number of poorer and richer societies is just beginning (39).

Of course, any inferences based on the 45 studies we reviewed are constrained by important limitations in the extant research. In addition to most of the studies’ being focused only on the global North, relatively few of the investigations explored multiple dimensions of social inequality, allowed for contradictory effects of politics and policy on health inequities, attended to life-course processes and lagged effects, incorporated measures of political mechanisms, assessed both relative and absolute inequalities, or employed multilevel techniques in the empirical analysis; only 1 considered birth cohort effects. The implication is that understanding of relations between political systems and health inequities would be improved by development and implementation of a systematic research agenda. We view the literature we reviewed as a promising point of departure.

Research agenda
The first task is theorizing: Before we can progress much further toward generating actionable and theoretically sound knowledge, we need to get the questions right. Here, we propose a theoretically informed research agenda—drawing on the social epidemiology and political sociology theories we have described, coupled with careful attention to: 1) spatiotemporal scale, level, and time frame (e.g., life course, historical generation), 2) choice of health outcomes, and 3) inclusion of polities, political determinants, and specification of political mechanisms—to address the enormous gaps in knowledge we identified. Although this agenda carries methodological implications, we focus our discussion below on the sorts of questions that should be addressed to fill the gaps in the literature we identified.

Spatiotemporal scale, level, and time frame.

In conceptualizing the processes that translate politics to health inequities, ranging from macro-level political context to lived experiences and qualitative meanings (58, 134), we start by urging more rigorous theorizing about relevant spatiotemporal scales and levels (64). Embodiment takes time (7, 135, 136), yet very few of the 45 studies we reviewed took into account etiologic period, cumulative exposures, or lagged effects. Additional aspects of the “when” questions also needing more careful theorizing include birth cohort effects, life-course implications of the timing of exposures, and possible period effects, including such issues as radical disjunctures and tipping points. With regard to levels, theorizing needs to consider not only within- but also between-country processes, including those operating at the global level of the health distribution, since so much of “total world health inequality” is driven by growing international inequality in health (39, 137). Recognizing that the political factors that matter for international health inequities may or may not be the same ones that drive health inequity within nations (123, 138), research is needed on the role of inequality in access to and participation in global institutions (52, 139, 140) in generating and perpetuating the patterns of global health inequality. Complicating this task is the scarcity of cross-nationally and longitudinally comparable data, such that part of the research agenda we are advocating includes investment in data collection and dissemination for monitoring health inequities, especially outside the set of rich countries typically featured in this research.

Choice of health outcomes.

Existing research has also been relatively restricted in the range of health outcomes that have been analyzed. All-cause, premature, and less frequently cause-specific mortality, along with self-assessed health, dominate the empirical literature. In the case of mortality, more attention to etiologic period is warranted: Whereas deaths due to injuries, violence, and some causes of preventable death can probably be linked to temporally proximate or even concurrent conditions, others are likely to require consideration of longer lag times, as also shaped by birth cohort (89, 108, 141). Population-based data on somatic disease occurrence and health behaviors would be helpful for refining the picture (142), as would data on mental health (44, 143–145); as Sydenstricker (146) noted over 75 years ago, in answer to critics who claimed that the health consequences of the Great Depression were small because mortality rates barely budged, the first place to detect an association is not mortality but morbidity—which he and his colleagues found (147). Additionally, the limitations of relying exclusively on self-reported health status need greater emphasis, given concerns about both potentially incommensurable meanings and differential correlations with measured health status across social groups (148–150), despite the predictive power of self-reported health in some contexts (151, 152). Greater consideration also needs to be given to the selected outcome’s baseline rate and to secular trends within social strata (e.g., rising or falling, including potentially even reversing, associations with social position, as has occurred with smoking and smoking-related diseases (58))—since all can affect the likelihood of detecting both cross-sectional differences and temporal changes in the magnitude of health inequities. In other words, more attention to theorizing about the diverse pathways of embodiment whereby politics translates into health inequities is needed, so that the partial patterns revealed by any 1 outcome in any given age group and birth cohort can be interpreted in context.

Inclusion of polities, political determinants, and specification of political mechanisms.

As our review of the nascent literature on the political production of health inequities makes clear, future work should include more polities from the global South. Doing so is critical in order to evaluate the generality of findings from the global North, evaluate untested hypotheses from Table 1, and fill in the empirical gaps, on both cross-sectional comparisons and historical trends, as identified by our review of the existing research.

Also striking is how the empirical literature to date has focused on a relatively narrow range of political determinants of health inequities, with most studies pursuing only a small handful of the admittedly small number of plausible hypotheses we sketch in Table 1. To expand the repertoire, researchers could take advantage of the progress made by political sociologists and others in measuring various aspects of the transition to capitalism, neoliberalism, the welfare state, and incorporation of subordinated groups (45, 56, 71, 153–155) and include these measures in quantitative models. Examples of more familiar welfare-state determinants that could be studied include: corporatist economic regulation (56), employment policy (especially the move toward part-time employment in many European countries (156, 157)), changes in pension policy, private social provisions, and shifts in the monetary regime (158), and decommodification and recommodification of labor (45, 69). Additional, less-considered determinants include: construction of regional political-economic structures like the European Union (53), trade liberalization (159, 160), war (161), human rights (162, 163), citizenship and migration policy and racialization of the state (164), and corporate regulation (165). Many of these policy changes can be connected to health through their impact on economic, racial/ethnic, gender, and sexuality-based inequality (166)—as well as other intersections of institutional arrangements and social inequalities (41). Use of political contextual analysis (167) could likewise inform richer choices of political determinants selected for inclusion in quantitative analyses.

It is also essential to examine how the political context matters for health inequity at various points in the distribution of social inequality. As Alderson et al. (50) noted, theories of the political (and economic) determinants of inequality imply change at different points of the (income) distribution, with some theories suggesting faster income growth among the rich and other theories predicting slower income growth among the poor. These ideas should be extended to understanding health inequity, because it is quite likely that the impact of politics and policy varies across the stratification structure of society. For example, welfare-state enhancements include not only universalistic programs, intended to be of benefit to all, but also programs directed toward those most harmed by social inequality—for example, community health centers placed in impoverished neighborhoods, which presumably would contribute to improving health status only among persons accessing those services. Conversely, welfare-state retrenchments could be hypothesized simultaneously to harm the health of persons with fewer resources while improving the health of those with more resources (38, 39). The implication is that political systems may shape the magnitude of health inequities via different factors acting within and across different economic and social strata, as opposed to these inequities’ being produced by 1 unitary “fundamental” “cause.” Yet, as our review makes clear (see Table 2), too few studies include measures of mechanisms in their empirical models.

Conclusion
In summary, our reading of the theoretical and empirical literature on the political production of health inequity tells us that new research which combines the strengths of political sociology and social epidemiology is practically feasible, theoretically valuable, and policy-relevant. We already have substantial evidence that health inequity is neither natural nor inevitable but significantly the product of politics. As our literature search also reveals, the political determinants of health inequities are alterable, since people have changed them, for bad and for good, both from the “top down” and from the “bottom up.” Consequently, to help promote health equity, the next step empirically is to refine the research questions and methods by specifying the “where,” “when,” “how,” and “who” of the complex political processes producing health inequities. Of course, these questions inevitably raise thorny ideological issues (168, 169), to which a useful response is to specify the kinds of empirical evidence on falsifiable hypotheses that can inform these debates.

The ultimate value of the proposed research is that knowledge about the political predictors of health inequity is actionable, in the sense that it shows which political systems, priorities, and policies are productive in reducing health inequities and which are implicated in expanding such inequities. If the former policies themselves result in part from the mobilization of disempowered groups (e.g., the labor movement, the feminist movement, and the civil rights movement in the United States) and the latter from the mobilization of persons with power, then identification of these political predictors about the balance of power can inform discussions of strategies for reducing health inequities. Power, after all, is the heart of the matter—and the science of health inequities (169) can no more shy away from this question than can physicists ignore gravity or physicians ignore pain. To understand and alter the afflictions that fall upon the people, epidemiology and political sociology need each other—hence epi + demos + cracy.

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Acknowledgments

Author affiliations: Department of Sociology, Harvard University, Cambridge, Massachusetts (Jason Beckfield); and Department of Society, Human Development, and Health, School of Public Health, Harvard University, Cambridge, Massachusetts (Nancy Krieger).